TODO el mundo comete errores, pero algunos tardan más de lo debido en repararlos y pedir disculpas. Hace 70 años, 14 sacerdotes fueron asesinados por los que decían "venir en nombre de la Iglesia": su delito y pecado, ser nacionalistas vascos o, al menos, ser acusados de ello. Tras su muerte un oscuro halo de indiferencia cayó sobre su historia. Sólo sus familias mantuvieron la memoria viva, reivindicaron sus figuras y exigieron su reconocimiento. Ahora, la jerarquía de la Iglesia vasca, que ha callado durante tantos años, ha decidido "prestar un servicio a la verdad y purificar su memoria".
La familia Sagarna es nacionalista, pero José no destacaba por su ideología política. Era un chico joven, muy inteligente y con vocación de sacerdote. Se ordenó el verano de 1935 y al poco tiempo lo destinaron a Berriatua, a la parroquia de Larruskain. Un vecino de la localidad, que se dio por aludido cuando el párroco sermoneaba sobre los malos hábitos de algunos feligreses, denunció al cura por nacionalista. La guerra ya había empezado y el desenlace era previsible: el cura fue apresado y retenido en un caserío de la zona. Lo fusilaron tres días después en el monte, junto a un árbol "mirando hacia su parroquia, tal y como él había pedido", afirma su hermana Vicenta. La familia de José sigue viviendo en Zeanuri, de donde son naturales los Sagarna. Reunidos en la casa familiar le recuerdan y muestran las reliquias que conservan: varias fotografías, relatos de lo que sucedió y recordatorios. Sobre la mesa hay una pequeña caja de madera que custodia unas viejas cuerdas de esparto y la ramita de un árbol. "Estas cuerdas son las que ataron las manos de mi hermano en el caserío en el que estuvo retenido", afirma Vicenta, que a sus 87 años revive emocionada aquella historia cada vez que le preguntan.
La historia y la leyenda
Una de las sobrinas de José cuenta que el árbol donde fusilaron a su tío se secó y cayó al suelo. Los lugareños intentaron levantarlo de nuevo por las buenas manzanas que daba, pero todos los esfuerzos fueron en vano. Dice la leyenda que, un 14 de noviembre el árbol se enderezó y dio fruto. Era una fecha señalada pues era el día en el que nació José Sagarna. El lugar se convirtió en punto de peregrinación, y la Guardia Civil, alarmada por el asunto intentó disuadir a los feligreses, "cobrando multas de mil pesetas al que se acercara", asegura su sobrina mientras sostiene la pequeña rama del árbol en cuestión que guardan en la caja de madera.
Las sobrinas de José lamentan que la reparación de la Iglesia haya sido tan tardía porque "los que más sufrieron, eran los que más necesitaban un acto de este tipo", pero por desgracia ya no están. "Nosotras no necesitamos que nadie nos reconozca ni nos justifique nada, sabemos que osaba fue una buena persona y murió injustamente", afirman las sobrinas. Pero en voz baja una de ellas confiesa que "en el fondo, y aunque no lo diga, izeko Vicenta sí lo agradece y la misa del sábado le hace ilusión".
La familia de Onaindia se exilió en Iparralde tras el asesinato del cura Celestino. Miren, su sobrina y ahijada, tenía 3 años cuando sucedió todo aquello. No recuerda la historia por experiencia, pues era muy pequeña pero sí por "vivida" porque "el tío Celestino siempre estuvo allí, se hablaba de él y de lo que pasó sin reparos; su historia y su persona siempre ha convivido con nosotros".
La iglesia en casa
Los Onaindia eran muy católicos, tres de los cuatro hermanos eran sacerdotes; uno de ellos, Alberto Onaindia, el conocido padre Olaso. Él fue el que se encargó de recoger la historia de su hermano asesinado en uno de sus libros Hombres de Paz en la Guerra. Miren afirma que su tío Celestino era nacionalista, "era muy vasco, pero la Iglesia iba por delante de la política para él". Pero cuando el sentimiento patriótico es delito, no se libran ni los curas. El padre Celestino, era coadjutor de Elgoibar cuando fue detenido y trasladado a Ondarreta. El 28 de octubre de 1936 firmó su acta de liberación y pidió permiso para escribir unas líneas a su madre, previendo su destino final. Se lo negaron, pero sí le permitieron apuntar en un trozo de papel cuatro palabras que Miren guarda celosamente, "dejó una nota para que la familia pagara una pequeña deuda -un paquete de tabaco- que había contraído justo antes de entrar en la cárcel: apuntó el nombre del que le prestó el dinero y la cantidad". Cuando salió del cuartel fue conducido al cementerio de Hernani, junto al muro en el cual cayó acribillado por las balas. Miren y su marido Iñaki se emocionan cuando hablan del tema, pero no existe atisbo de odio ni rencor en sus palabras. Siguieron siendo fieles a su fe, pero reconocen que la jerarquía de la Iglesia no se comportó como debía.
José y Celestino, como los otros 12 sacerdotes asesinados por los franquistas, fueron enterrados en fosas comunes, sin caja, sin misa, sin reconocimiento. Ni siquiera constan en el registro diocesano de sacerdotes fallecidos ni en los libros parroquiales. La Iglesia ignoró entonces estas muertes y ha guardado silencio durante 70 años. Mañana la Iglesia vasca celebrará en Vitoria una misa en honor a los sacerdotes fusilados. También incluirán sus nombres en los registros pertinentes haciéndoles visibles de nuevo ante la sociedad y la historia. Alberto Onaindia escribió que "los asesinos no se contentan con matar la vida, querían más, pretendían matar, a ser posible, la muerte misma" y lo consiguieron, hasta hoy.
( Deia. 10 / 07 / 09)