Francisco Javier Núñez sufrió una agonía de trece días después de que
dos policías le golpearan, le torturaran y le obligaran a beber coñac y aceite de ricino. Víctima reconocida de abusos policiales, su viuda y su hija cuentan su historia.
TRECE días con sus interminables noches duró la agonía de un buen
hombre, Francisco Javier Núñez Fernández. Trece días y trece noches de
fortísimos dolores, vómitos de sangre, gritos angustiosos, miedo,
delirios, múltiples transfusiones y algunos momentos de lucidez. Corría
el año 1977 y Paco no era más que un humilde profesor de matemáticas que
tuvo la mala suerte de pasar por allí. Dos integrantes de la Policía lo
reventaron literalmente, por fuera y por dentro. Primero, en plena
calle, a golpes y porrazos por todo el cuerpo. Dos días después,
mediante más saña, tortura y vejaciones y de obligarle a beber casi un
litro de coñac y otro tanto de aceite de ricino en represalia a su
osadía de pretender denunciar la paliza. Una muerte brutal, inhumana. Un
crimen impune y casi silenciado, 37 años después.
Francisco
Javier Núñez es uno de los aún escasos damnificados reconocidos como
víctima de abusos policiales por parte del Gobierno vasco. Su caso,
amparado por el primer decreto del Ejecutivo, no está afectado por el
recurso recientemente presentado por el Gobierno español, pero es
representativo de decenas de víctimas inocentes que ven cómo su mero
reconocimiento y mínima reparación corren riesgo por un tecnicismo
legal. Su historia estremece, conmueve e indigna.
Su tragedia
comenzó justo un mes antes de las primeras elecciones democráticas de
junio de 1977, cuando contaba 38 años de edad. “El domingo 15 de mayo
salimos él y yo a misa y a comprar el periódico, era la rutina”. Lo
cuenta Inés Núñez de la Parte, su hija. Una mujer joven, resuelta,
inteligente y vital, abogada de prestigio y ejecutiva de éxito en una
importante empresa vasca, de verbo contundente y cuyos grandes ojos
verdes miran con determinación pero no pueden impedir que en algunos
momentos descuelguen unas leves lágrimas al recordar el sufrimiento de
su padre y de su familia.
Ella apenas levantaba un par de
palmos del suelo cuando vivió aquel drama. De regreso a casa aquella
mañana dominical en pleno centro de Bilbao y al doblar la esquina, padre
e hija se encontraron con una manifestación y a los temibles grises
reprimiéndola. Era el pan de cada día: Euskadi celebraba la segunda
semana pro-amnistía. “Dos policías empezaron a golpearle brutalmente, le
pegaban en la espalda y en las piernas, pero consiguió poco a poco ir
avanzando y llegar al portal de casa, en el 13 de General Eguía. Los
vecinos gritaban desde las ventanas, pedían que le dejaran en paz. Él
solo quería protegerme y consiguió meterme al portal, pero entraron
detrás. Y allí, sin testigos, siguieron dándole”, relata Inés.
No recuerda nada de lo ocurrido, aunque confiesa que siempre ha sufrido
“pesadillas muy duras” sin saber por qué. Lo entendió el día que su
madre se lo contó todo, al cumplir los 18 años. Fue entonces cuando la
mujer le enseñó el diario que había escrito “a petición de Paco” durante
aquellos terribles días y donde cuenta su agonía con pelos y señales.
“La espalda se le hincha muchísimo y se le pone de color negra y
morada”, escribió de aquel día. Y al día siguiente, lunes: “Pasa todo el
día en la cama. No decimos nada a los abuelos”.
EL INFIERNO
Silencio, no decir nada. Era la consigna, fruto del oscuro miedo
fraguado a fuego por la dictadura franquista. Pero Francisco Javier
Núñez no se amilanó y, tras hablar con amigos y con su hermano Félix,
abogado, “tuvo la valentía, o quizá la inconsciencia, de ir a
denunciarlo”. Nadie sabe si llegó a presentar formalmente la denuncia en
los juzgados. Lo cierto es que cuando mostró su intención en el palacio
de justicia, alguien se encargó de avisar a los autores de la paliza.
“Se presentaron en la puerta del juzgado en una furgoneta, vestidos de
paisano pero con pistola, y le obligaron a subir al vehículo. Allí
volvieron a golpearle brutalmente, le sometieron a humillaciones -es lo
que le dijo a mi madre, que no podía entrar en detalles-, le ataron las
manos, le pusieron un embudo en la boca y le obligaron a beber cerca de
un litro de coñac y otro tanto de aceite de ricino”, relata Inés, que
apostilla que era tal la impunidad con que actuaron que hasta le
llevaron después cerca de su casa, donde le dejaron tirado.
El
relato que hace su madre en sus angustiosos apuntes de aquellos días da
prueba del infierno que vivió: “Llega a casa sobre las siete y media o
las ocho de la tarde con un aspecto físico muy malo y cuando empieza a
contarme lo acontecido es un hombre diferente. Le noto arrasado y
desmoralizado, lleno de miedo y angustia (...). Se levanta y cae al
suelo desmayado”.
A partir de ahí, y tras ser trasladado al
hospital de Basurto (entonces llamado, cómo no, Francisco Franco)
comienza una desigual lucha por la vida, en la que llegó a ser
plenamente consciente de que iba a perder. “Estaba totalmente reventado,
el estómago, el esófago, el hígado... Pero como era un hombre sano,
fuerte, deportista, aguantó 13 días de sufrimiento y de frecuentes
hemorragias y vómitos de sangre”, recuerda Inés.
“Día 20,
viernes”, escribe Carmina, la esposa de Paco, al tercer día. “Pasa la
noche muy mal, con mucha fiebre y delirios. Habla sobre los golpes con
expresión de miedo, de policías, dice que les perdona y pregunta porqué
le maltratan. La noche es de espanto, no encuentro palabras para
definirla, y la angustia me aprieta el corazón”.
Francisco
Javier Núñez ve ya cerca la muerte. Cada vez que vomita sangre, exclama:
“Carmina, ahí va mi vida”. El día 29, varias jornadas después de haber
hecho testamento, pide que le lleven a su pequeña hija para despedirse
de ella. Un momento terrible, que reaparecerá, desfigurado, en las
frecuentes pesadillas de Inés. Poco después, Paco se confiesa y le dan
la extremaunción. “Me pregunta que si se muere y yo le digo que sí. Está
agonizando”, escribe su esposa en su estremecedor documento. “Está
agonizando pero los médicos luchan hasta el final. Entran tres médicos,
enfermeras y le ponen una sonda, sangre y suero. Yo no tengo más valor
para verle sufrir. A medida que la noche pasa se pone peor, masajes al
corazón, agonía dura y lenta”. Finalmente fallece al día siguiente “a
las 7.50 de la mañana”, según detalla minuciosamente Carmina. Fin de la
terrible agonía física de Paco. Empieza el segundo infierno para la
familia.
El miedo atenazador, las amenazas, las mentiras, el
olvido. El silencio. Los médicos que le atendieron callaron. Ni siquiera
certificaron la causa real de la muerte. Por miedo. Llegaron a cambiar
varias veces la fecha de fallecimiento. La Policía mintió, dijo que
había muerto de “cirrosis hepática”, nadie investigó y posteriormente
llegó a decir que no constaban incidentes en Bilbao ese día -la capital
vizcaina fue una batalla campal-, y que no podían averiguar la identidad
de los agresores.
EL MIEDO
Y, luego, las amenazas,
que ya empezaron mientras aquellos energúmenos vejaban y torturaban a
Francisco José Núñez: si contaba algo, lo pagaría su hija. Amenazas que
continuaron en el funeral. “Fueron donde la madre de mi madre, mi abuela
Esperanza, y le obligaron a decir uno por uno a todos los hombres
jóvenes que con un muerto en la familia ya había suficiente”, relata
Inés. Ella misma fue objeto de amenazas, pero no en aquella época, sino
ya en pleno año 2000, cuando acudió al Gobierno Civil a solicitar la
documentación necesaria para la consideración de víctima. “Recibí una
llamada al día siguiente, con insultos y amenazas, diciéndome que sabían
dónde vivía, lo que era obvio porque tenían el teléfono, y que me
atuviera a las consecuencias”, denuncia.
Y eso que Inés y su
familia estaban “limpios” porque lo habían investigado, según se encargó
de reconocer un policía que se presentó en su casa un mes después de la
muerte de su padre para ofrecer dinero a la viuda. Ella les dijo “que
se limpiaran el culo con los billetes”.
Desde entonces, a
callar. Incluso dentro de la familia era un tema tabú, como si no
hubiera pasado. Eso sí, sin odio. Eso se lo agradece infinitamente Inés a
su madre, que no la haya educado en el “odio cancerígeno”.
Sin
ayuda económica ni psicológica de nadie, la familia salió adelante como
pudo, incluso vendiendo sus pertenencias. Hoy, solo tienen el consuelo
de su pequeño reconocimiento como víctimas, pero muchos siguen sin
querer oír su tragedia. Incluso la niegan. O quieren impedir que se
reconozca. “Hemos pasado de la nada más absoluta a ser víctimas de
segunda, somos daños colaterales, en palabras textuales del ministro del
Interior”, resume Inés.