La Argentina no es el único país de América del Sur donde las cuentas pendientes entre víctimas y verdugos no han sido saldadas. Sólo de cuando en cuando aparece la noticia de que han sido condenados, por fin, a penas severas de cárcel, torturadores y asesinos, que intentan protegerse recurriendo a que sus actuaciones criminales lo fueron en defensa de la patria y la religión católica, y por su jerarquía apoyados, como ha sido una y mil veces denunciado. Los testimonios concretos son abrumadores. Una historia de verdad está triste.
Esos juicios son a menudo impracticables porque los testigos de cargo desaparecen para siempre y las condenas, por la edad de las víctimas, no pasan de ser simbólicas, y si bien establecen un principio reparatorio, también muestran la división existentes en esas sociedades entre partidarios de las dictaduras -no hay dictadura sin el apoyo de una poderosa trama civil, jurídica, financiera, periodística, académica...- y opositores políticos de aquellas. Para unos, los asesinos son salvadores de la patria caídos en desgracia, para otros sólo bestias, más que nada por los horrores que con plena conciencia perpetraron.
Las víctimas que han sobrevivido a sus verdugos hablan de horrores y por cuenta de quienes no les han sobrevivido hablan sus padres, sus hijos, sus abuelos. Resulta curioso que con ese trasfondo sea de Argentina de donde vino, hace unos meses, la noticia de que unos científicos habían descubierto que la manipulación de una proteína permitía no ya recomponer la memoria, sino provocar el olvido selectivo. Porque entre el ejercicio de la memoria y las desmemoria selectiva, es preciso situar el goteo de noticias de aparición de niños arrebatados a sus padres torturados y asesinados -en defensa de la patria y la religión católica no lo olvidemos- por sus verdugos y prohijados por ellos mismos o por matrimonios afines al aparato represor de la dictadura. Aquí los testimonios son abrumadores. Son grados de perversión difíciles de representarse. Y hay jóvenes que no quieren saber quiénes son sus verdaderos padres, cuál su historia familiar, su filiación y al cabo su verdadera identidad, y hasta dan muestras de amor filial a los asesinos de unos desconocidos. Otros reconocen su verdadera identidad de manera siempre traumática. Los testimonios abundan, la crónica personal, el cine y la literatura lo han mostrado con eficacia.
Los juicios contra los verdugos son juicios contra viento y marea sin entusiasmo, que si terminan es por la fuerza del papeleo, y que han tenido que vencer reticencias corporativas -el muy hermoso velero Esmeralda fue centro de detención y tortura- y leyes que pretendían imponer la más completa impunidad ante los crímenes cometidos por los uniformados.
En Chile también se dan, de cuando en cuando, noticias de algunos juicios en los que son condenados mandos militares, pero cada vez menos. La chilena es una sociedad reacia a los ejercicios colectivos de memoria y que prefiere no hurgar demasiado en su pasado, vivir un presente lo menos traumático posible y construir un futuro de bienestar a la europea, y eso que sólo hace cinco años se cerró el plazo de reclamaciones de muertos, torturados y desaparecidos.
Pero al margen de los verdugos y criminales nacionales, en otros países de América del Sur, en los que, en la década de los 70-80, funcionó la Operación Cóndor, auspiciada por los Estados Unidos, la de los horrores de las dictaduras militares, aparecen de cuando en cuando noticias de los caza nazis a la búsqueda de, por ejemplo, Haribert Heim, el último doctor muerte perdido, se sabe, en el sur chileno y que jamás lo hubiese podido ser sin el apoyo de una red de poderosos intereses sociales y una complicidad efectiva por parte de las autoridades de cada país, como sucedió en Bolivia con Klaus Barbie.
Klaus Barbie, el carnicero de Lyon, fue capturado y entregado a Francia, donde fue juzgado por crímenes contra la humanidad, de una manera ilegal, cierto, pero justa. Le escuchaba hace poco a Pérez Esquivel: la justicia y la legalidad no siempre coinciden. Ahora hay una película, La Traque , traducida al castellano como La caza del nazi , que al menos en Bolivia ha tenido un éxito enorme. Pero Bolivia tiene pendiente, además de los graves asuntos que tienen convulsionado al país, el de hacer justicia con los torturadores y asesinos del jesuita Luis Solano, azuzados personalmente por García Meza (que cumple condena en una cárcel boliviana), o con los de escritor y reconocido líder político, el mítico Marcelo Quiroga Santa Cruz, cuyo cadáver no aparece y a quien se le dedican calles, plaza y hasta monumentos, pero cuyos asesinos no comparecen ante los tribunales, a pesar de las querellas interpuestas; o con los que, uniformados y con estatuto diplomático, asesinaron en Argentina al general y ex presidente boliviano de corte populista, Juan José Torres. La memoria de esta gente, sus muertes, permanecen vivas. Tenían nombre. Pero los muertos que no lo tienen porque ya eran invisibles en vida, los de las fosas comunes, los vertederos de basura, los desaparecidos... Para estos qué justicia, qué memoria, qué reconocimiento.
El reconocimiento oficial de las víctimas es una forma leve de reparación, una forma de aliviar el dolor que sienten las víctimas cuando en algunos lugares se cruzan en al calle con su verdugos. Una reparación que siempre llega tarde, que raras veces castiga a los verdugos, al margen del fallo de las sentencias que puedan condenar a los autores de los crímenes, pero casi nunca es admitida de buen grado por esa parte de la población que no padeció las dictaduras, sino que las apoyó en propio provecho, y que se opone a las leyes de memoria histórica so pretexto de división nacional.
No se trata de países concretos y de sus historias particulares, sino de concepciones opuestas de la existencia de conciliación difícil: mi patria, mi religión, mi raza, mi casta, mi clase, valen más que la tuya.
(Noticias de Alava. 01 / 09 / 08)