El magistrado Baltasar Garzón se ha distinguido en los últimos lustros por poner en marcha procedimientos judiciales muy espectaculares, de gran repercusión mediática, pero de escaso resultado positivo, unas veces por los errores técnicos de su propia labor de instrucción (lo sucedido con la llamada operación Nécora fue clamoroso), otras por la volubilidad de sus aspiraciones de popularidad, o directamente políticas (...).
La iniciativa que ha tomado ahora para inventariar las víctimas de Franco tiene todo el aspecto de acabar en más de lo mismo. Somos muchos los que consideramos que constituye un escándalo que todavía sea una incógnita el número de asesinatos que produjo el alzamiento militar del 18 de julio de 1936 y la posterior dictadura franquista, que no se haya investigado oficialmente -insisto: oficialmente- dónde yacen las víctimas y que no se hayan reparado unos crímenes que, por ser de lesa humanidad, no pueden considerarse prescritos.
Pero la vía elegida por Garzón dista de parecer la más adecuada. Así, no tiene sentido que reclame al Episcopado español que aporte una lista de víctimas, cuando la Iglesia católica sólo inventarió las de su propio bando («caídos por Dios y por España») y que, sin embargo, no exija al Gobierno del Estado que haga lo propio, cuando es mucho más fácil que algunas de sus dependencias, incluidas las muy beneméritas, conserven bastante documentación sobre los desmanes cometidos entre 1936 y 1976.
Por las mismas, se entiende mal que el juez haya instado a los ayuntamientos de un puñado de capitales a colaborar en la investigación y no se haya dirigido a otros en cuyo territorio hubo miles de ejecuciones sumarias. ¿Se puede investigar sobre los crímenes de los franquistas sin poner a Asturias -es un ejemplo- en los principios de la lista?
Está bien que el asunto vuelva al primer plano de la actualidad, así sea sólo para poner en evidencia las vergüenzas de lo hecho hasta ahora, pero dudo de que, con Garzón de por medio, esto acabe en nada serio.
(Público. 8/09/08)