Como en años anteriores, distintos actos han conmemorado el pasado 14 de abril la llegada de la II República de 1936. Como no podía ser menos, se han celebrado los importantes pasos que en aquella época se dieron: libertades democráticas, educación pública, derecho a voto de las mujeres, matrimonio civil y divorcio, régimen laicista, autonomías catalana, vasca y gallega, etcétera, etcétera.
Vaya por delante que todo lo que se haga en esta dirección será siempre poco. Celebrar aquel triunfo de la libertad frente a la tiranía sigue siendo una tarea de tremenda actualidad. Más aún teniendo en cuenta que los partidos que durante la transición firmaron los pactos constitucionales tuvieron especial cuidado de no impulsar durante años, sino todo lo contrario, todo lo que pudiera ser comparado con el bodrio institucional (monarquía, unidad patria indivisible e indisoluble, privilegios de la Iglesia, mantenimiento del Ejército y la Policía franquista...) por ellos cocinado.
Ahora bien, una cosa es afirmar lo anterior y otra muy distinta hacer de la II República algo etéreo, situado al margen y por encima de la lucha de clases que la alumbró y bajo la cual se desarrolló. Por ello, reducir la II República a una bandera y una Constitución es algo que atenta, no sólo contra la verdad histórica, sino contra los ideales de izquierda, socialistas y libertarios que quisieron alumbrar una sociedad cualitativamente diferente, que iba mucho más allá de la tricolor y su Constitución.
La República vino de la mano del fortalecimiento que, a pesar de la fuerte represión, había tenido el movimiento obrero, las organizaciones campesinas y las fuerzas nacionalistas en los años anteriores. Ello, unido a la podredumbre que acompañó al propio régimen dictatorial de Primo de Rivera y monárquico de Alfonso XIII, fue lo que provocó la llegada de la República, el 14 de abril, y el aplastante triunfo socialista y republicano en las elecciones generales de junio de 1931.
Esta lucha de clases siguió viva en los años siguientes, no sólo entre los defensores y detractores de la República, sino dentro también de las propias filas republicanas. Así, durante el «bienio negro» (1933-36), el Gobierno Lerroux-Gil Robles (Partido Republicano Radical y CEDA) se centró en combatir legal, social y policialmente el avance organizativo y político logrado en los primeros años por las fuerzas de izquierda y nacionalistas. Mientras que para unos la República era poco más que el reemplazo del rey por un presidente y unas cuantas libertades formales, para buena parte de la izquierda se trataba de sacudir a fondo la sociedad, limpiándola de todo tipo de inmundicias feudales, clericales y burguesas.
Reflejo de lo anterior fue la Ley de Defensa de la República, de 1931, que, por encima de la propia Constitución, dejaba en manos del Gobierno y su Policía los derechos y libertades que en principio aquella proclamaba. Ley utilizada, sobre todo, para reprimir las ocupaciones de tierras e insurrecciones como la de Casas Viejas y el Alt Llobregat, en las que decenas de personas fueron ametralladas por la Guardia Civil o deportadas por cientos a Guinea. Mientras tanto, golpistas como Sanjurjo, condenado a muerte por alzarse militarmente en Sevilla -1932-, vería conmutada su pena y luego, tras cumplir dos años de cárcel, serían expulsado al exilio en Portugal.
Otra ley, la de Vagos y Maleantes, de 1933, sería utilizada por el Gobierno para, bajo la excusa de controlar a mendigos e indigentes, reprimir a los miles de inmigrantes que acudían desde el campo a los centros fabriles catalanes o madrileños, los trabajadores en paro, las familias desahuciadas por no poder pagar sus rentas o los obreros en huelga. Junto a ella, la Ley de Reforma Agraria -1932- no pasó de ser una mera caricatura de lo reclamado por las organizaciones campesinas. El presupuesto para su aplicación era la mitad del destinado a la Guardia Civil, cuerpo que reprimía las ocupaciones del campesinado sin tierra.
Durante el período republicano (1931-1939) el debate no se situó tan solo en torno a la lucha entre la democracia y el fascismo, sino en el de la revolución y la contrarrevolución social. «Tenemos que luchar hasta que en las torres y edificios oficiales ondee, no la bandera tricolor de una República burguesa, sino la bandera roja de la revolución socialista», escribía Largo Caballero en el periódico «El Socialista», en 1933. En el PSOE, la CNT, el POUM, la FAI, el PCE, las JJSS... muchos pensaban como él o de forma parecida. Octubre de 1934 fue la muestra de lo que estaba en juego, pero la revolución asturiana pagó los platos rotos de aquel aislado alzamiento: mil muertos, dos mil heridos, 30.000 encarcelados...
Para las fuerzas de centro y derecha, la República no debía sobrepasar el orden burgués. Por eso mismo, ante el auge de las luchas obreras, populares y nacionales (declaración del Estat Catalá en 1934 por el presidente Companys), cada vez más se inclinaron por una salida que frenase aquel proceso revolucionario en marcha. En la CEDA, finalmente, los sectores más violentos y golpistas (Calvo Sotelo) se impusieron frente a los más legalistas (Gil Robles).
Las banderas que ondeaban en los edificios oficiales eran tricolores, pero las que acompañaban mayoritariamente las manifestaciones obreras, populares y nacionalistas eran la roja socialista y comunista, la rojinegra cenetista y la ikurriña vasca y senyera catalana. Los batallones de milicianos y gudaris portaban esas mismas banderas. Muchos fusilados en Nafarroa lo fueron por ser republicanos, pero muchos más aún lo fueron por ser socialistas, ugetistas, cenetistas, nacionalistas... El alzamiento fascista, con sus bandos y comunicados, dejó bien claro cuáles fueron las razones del golpe: cortar por lo sano los atentados contra el orden social caciquil y burgués, contra la unidad de la patria, contra la Iglesia católica,...
En algunos actos y escritos que estos días han celebrado el aniversario de la II República se oculta bajo el manto de la tricolor y su Constitución el contenido real de lo acontecido aquellos años. Algunos, en el colmo del cinismo, comparan aquella con el actual régimen constitucional de «derechos y libertades», al cual, a lo más, le falta alguna que otra reforma. Que viva, pues, la República, pero que vivan sobre todo los ideales socialistas, libertarios y de soberanía que entonces se defendieron.
(Publicado en "Noticias de Navarra" y "Gara". 18 / 04 / 09)