El 28 de mayo, las Abuelas de la Plaza de Mayo anunciaron el hallazgo de la nieta número 90, de la que se había apropiado el ex prefecto Antonio Azic, detenido en otra causa por robo de bebés. Se llama Laura Díaz y nació en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) de Buenos Aires, pero creció con el nombre de Carla Azic. Sus padres, Silvia Beatriz Dameri y Orlando Antonio Ruiz, militaban en los Montoneros. En 1977 se exiliaron en Suiza junto a su primer bebé, Marcelo. En 1978 nació María de las Victorias. A comienzos de 1980, la familia regresó a Argentina, y en mayo de ese año ambos fueron secuestrados. Silvia estaba embarazada de cinco meses.
Los militares dejaron a María de las Victorias en las puertas de un hospital infantil de Rosario con una carta escrita a máquina: «Me llamo Victoria. Mis padres no me pueden cuidar. Que Dios los ayude. Gracias». A su hermano Marcelo lo abandonaron en Córdoba con el mismo mensaje. Él supo de su verdadero origen en 1989; ella tuvo que esperar hasta 2000. Ahora le ha tocado el turno a Laura.
Las Abuelas celebraron este hallazgo, el último hasta ahora. «La verdad, tarde o temprano, sale a la luz. Los tres hermanos recuperaron su identidad y juntos podrán reconstruir la historia familiar que el terrorismo de Estado les quiso robar», subrayan.
Leonardo Fossati también ha tenido que reconstruir su historia personal y la de sus padres. Inés Ortega tenía 16 años en el momento de su detención. Era obrera textil de La Plata, cursaba estudios secundarios y militaba en la UES. Su compañero, Rubén Fossati, de 22 años, era obrero metalúrgico y estudiaba profesorado de Historia.
La pareja fue secuestrada el 21 de enero de 1977 en Quilmes, provincia de Buenos Aires. El 12 de marzo, Inés dio a luz sobre una «sucia mesa de cocina» de la Comisaría 5º de La Plata, atada de pies y manos y frente a todos los guardias del centro clandestino. No le dejaron estar ni cinco días con su hijo.
Asaltado por las dudas, Leonardo se acercó a las oficinas de Abuelas en marzo de 2004. «Unos meses antes me había enterado de que era adoptado. En la partida de nacimiento figuraba como hijo natural. Ellos me dijeron que habían ido a la casa de una partera. Para cuando empecé a averiguar, esta mujer ya había fallecido. Teniendo en cuenta que nací en plena dictadura y en Ciudad de la Plata, muy castigada, y que no tenía más información acerca de mis orígenes, me acerqué a Abuelas, no sólo para saber si era hijo de desaparecidos sino para que me orientaran por dónde buscar», recuerda a GARA desde la sede de Abuelas en La Plata.
La imagen en blanco y negro de sus padres se detiene a los 16 y 17 años, casi a la edad que tiene ahora su hijo, de 11 años. «Al principio, cuesta mucho hacerse una imagen de ellos porque está más cerca de la de mi hijo que de la mía, que ya tengo 31 años». Pero, «más allá de lo duro que puede ser el tema, estoy feliz de haber encontrado la verdad y de reencontrarme con mi familia biológica. La reconstrucción de la identidad lleva tiempo y mi caso no es una excepción. Uno sigue reconstruyendo su historia y la de sus viejos todos los días».
«Ambas familias quedaron divididas y muy golpeadas por la dictadura. Mi abuelo paterno falleció y mis tías, que tenían edades similares a las de mis padres, sufrieron mucho. Una de ellas tuvo que exiliarse incluso durante mucho tiempo», resalta.
Poco a poco, Fossati fue descubriendo a sus padres, «y sus ganas de ayudar a generar un cambio social. Empecé a identificar muchas cosas de su infancia y adolescencia con la mía propia, cosas que no tenía con mi familia de crianza que, supuestamente, no sabía que era hijo de desaparecidos». En la actualidad, añade, su relación con éstos últi- mos «no es muy buena, aunque la tengo». Su conclusión es rotunda: «No cambiaría la peor de las verdades por la mejor de las mentiras. Más allá de lo duro que pueda ser, para que cada uno sea libre debe estar parado sobre la verdad». A quien tenga dudas sobre su identidad, le anima a acercarse a Abuelas y a pensar que «tal vez hay una familia que le está buscando, unos padres que quisieron criarlo, que tuvieron ideales, que se la jugaron y actuaron en consecuencia».
Robada con tres meses
Otro ejemplo. Clara Anahí tenía tres meses cuando los militares se la llevaron en un impresionante operativo en el que participó toda la plana mayor, desde el jefe de la Policía provincial, Ramón Camps, hasta el director de investigaciones, Miguel Etchecolatz. Fue el 24 de noviembre de 1976, en La Plata.
Diana Teruggi, su madre, tenía 26 años y estudiaba Letras. Su delito, tener una pequeña imprenta clandestina en el fondo de su domicilio, con la que denunciaron que en la ESMA «había un campo de concentración y que tiraban los cadáveres al río».
«Mi nuera estaba en casa junto a tres militantes políticos. Mataron a todos y se llevaron a la nena. Desde entonces, la busco. Por supuesto, tampoco nos entregaron el cadáver de Diana. El 1 de agosto de 1977, mataron a mi hijo, Daniel», explica Chicha Mariani.
«Ha sido una búsqueda terrible, en la que he pasado por varias etapas. Al principio, y durante varios años, negaron que la niña estuviera en la casa. Cuando hubo testigos que afirmaron que sí estaba, dijeron que había muerto. El año pasado, una persona declaró que la había visto cuando la metían en el coche policial y reconoció a quien la llevaba. Recién ahora tengo todos los datos», resalta.
A lo largo de estas tres décadas, no ha dejado de presentar habeas corpus, denuncias, datos... «He trabajado todos los días de estos 32 años», apunta. En tan largo periplo se encontró con Alicia de la Cuadra, que también buscaba a su nieta. «Le sugerí que podíamos trabajar juntas. Ella me comentó que conocía a otra abuela y así formamos lo que después fue Abuelas de la Plaza de Mayo». Chicha fue su presidenta hasta 1989, año en el que creó la asociación Clara Anahí.
En una ocasión, leyó en un diario de La Plata que «se podía saber la identidad de una criatura con el análisis de ADN de los familiares, no sólo de los padres. No decía dónde se había hecho dicho estudio, así que nos dedicamos a buscar en todo el mundo dónde hacían estos análisis. Siempre tuvimos el temor de que nos devolvieran a algún chico que no fuera el nuestro. Nosotras queremos nuestros nietos, no otros. Fuimos a Suecia, a EEUU, al hospital de La Piedad en París. Nadie nos supo decir nada hasta que entramos en contacto con la Sociedad para el Avance de la Ciencia, en California. El Banco de Sangre de Nueva York también nos ayudó», señala. Ya con la «receta» en la mano, hubo que hacer la ley para dar validez a los resultados de los análisis. Gracias a ese arduo trabajo de investigación de las Abuelas, el hospital Durán de Buenos Aires alberga hoy el Banco de Datos Genéticos.
«Todo ha sido horrible. Las torturas a las que fueron sometidos los desaparecidos y el hecho de hacer desaparecer los cuerpos sumió a las familias en una terrible tortura que dura hasta hoy. Yo sé que a mi hijo lo asesinaron, pero cuando veo una figura parecida a la de él caminando por una calle, me paro y digo `no será'. Sé que no es porque lo mataron, pero mientras uno no ve el cadáver no hace su duelo y sigue esperando. Es una tortura infinita a la que nos sometió la dictadura. Y ¿qué decir de los niños?. Los robaron, los pusieron quién sabe dónde y para qué. Aún hoy, cuando los encontramos niegan que sean nuestros nietos y muchos de ellos siguen diciendo que [sus apropiadores] son sus padres verdaderos», lamenta.
En 2007, Chicha envió a través de internet una carta a su nieta, Clara Anahí, con la esperanza de que «en algún lugar del mundo, la lea y se comunique conmigo».
«Hemos hecho varios análisis de chicas que se me han acercado. Algunas son hasta parecidas, pero no ha habido resultados positivos. Me he equivocado muchas veces con gran amargura», subraya. «Hay policías que saben dónde está y quién la tiene. Algunos, incluso, están presos, pero se sienten cómodos en la cárcel, a la espera de que ocurra algo que los libere. No hablan porque el pacto de silencio, de sangre, que hicieron fue demasiado poderoso», denuncia.
Chicha no sólo ha tenido que sufrir la dolorosa pérdida de su hijo, nuera y nieta. Ha debido hacer frente también a los seguimientos, amenazas y a alguna que otra «música especial» en su teléfono. «Ha habido de todo, pero en ningún momento les he tomado en serio, son demasiado cobardes como para dar la cara», incide.
Sobre la actitud de los gobiernos posteriores al fin oficial de la dictadura, considera que si bien el actual «ha abierto algunas puertas, no basta porque ningún niño ha aparecido por la acción ni de éste ni de anteriores gobiernos». «Nadie habla porque todos están implicados. El Estado no ha dado respuesta a lo que el propio Estado hizo con la juventud de aquella época. Éste es un reproche que llevo en el alma; me duele decirlo, pero es así. No hay desaparecidos encontrados por el Estado», afirma con amargura.
A la espera de encontrar a Martín
Virginia Ogando creyó estar frente a su hermano Martín. Vivía en Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Una clienta del banco donde trabajaba le comentó que conocía a un chico rubio, de ojos claros, con pequitas y pelo ondulado que se «parecía mucho a mí. Me dijo también que había un gran porcentaje de posibilidades de que fuera hijo de desaparecidos». Con esos datos, se fue a Mar de Plata a buscarlo. «Lo ubiqué y espié desde una esquina hasta que me animé a hablar con un comerciante cerca de su casa que, justamente, lo conocía muy bien. Casualmente el chico se llamaba Martín. Me animé a charlar con él, que me miraba con unos ojos enormes. Formamos un estrecho vínculo. Le enseñé a conducir, vino a mi casa, compartió con mis hijos. Decidió hacerse el ADN... y dio negativo. Fue un gran golpe porque para mí era mi hermano. Todo el mundo me decía `lo encontraste, qué parecidos sois'. Fue como darme contra la pared».
Este hecho, sin embargo, no la desanimó. Con esa misma ilusión y esperanza, aguarda ahora los resultados de un nuevo análisis genético a un joven cuya fecha de nacimiento se aproxima a la de Martín. La espera durará entre dos meses y medio y tres.
Desde muy pequeña, Virginia supo que sus padres estaban desaparecidos. «Con tres años, no podía entender muy bien qué era estar desaparecido. Tuvieron que pasar 18 años para que pudiese hablar y contar a la gente por qué no tenía padres. Cuando me lo preguntaban en la escuela, mi respuesta era tajante: `Yo no tengo ni papá ni mamá. Vivo con mis abuelos'. A nadie se le ocurría preguntarme nada más».
Stella Maris Montesano de Ogando y Jorge Oscar Ogando fueron detenidos el 16 de octubre de 1976 a las cinco de la madrugada. Ella, embarazada de ocho meses. Los vecinos comunicaron a sus familiares que Virginia, de tres años, estaba sola en la casa. Según el testimonio de la ex detenida-desaparecida Alicia Carminati, Stella estuvo junto a su esposo en el centro clandestino conocido como Pozo de Banfield. Ambos permanecieron en el pasillo hasta que ella fue trasladada a la celda de Alicia. El 5 de diciembre de 1976, sintió contracciones y, después de que sus compañeros reclamaran asistencia, fue trasladada a otras dependencias. El parto fue asistido por una estudiante de Medicina, también detenida. Stella parió con los ojos vendados. Un militar le arrancó a su hijo inmediatamente. Con lo único que volvió a su celda fue con el cordón umbilical de Martín que, mano a mano, hizo llegar a su compañero como prueba de que su hijo había nacido. El 28 de diciembre de 1976 fue la última vez que la vieron con vida.
Cada hallazgo es «un motivo de alegría. Es otra persona que puede saber su historia y recuperar su identidad, un pilar importantísimo; sin una identidad, es muy difícil armar la estructura de tu vida», remarca.
Virginia también se muestra crítica con la Justicia, que «en nuestro país, lamentablemente, no se puede llamar justicia. Incluso a los militares de aquellos años se les beneficia con un arresto domiciliario que no cumplen y nadie se encarga de que lo hagan. No encuentro en la Justicia respuesta a nada. No me da ganas, ni fuerzas para presentar, por ejemplo, una querella en la causa de mis padres. El riesgo que se corre es muy grande. Jorge Julio López sigue desaparecido, es el primero en democracia. Fue una forma muy clara de decirnos `no se metan, no revuelvan porque los desaparecemos'».
El mensaje de Clara a su hermana
El 11 de noviembre de 1976, María Eloísa Castellini salía del jardín de infancia donde trabajaba como maestra de música cuando se la llevaron. Estaba embarazada de cuatro meses. Su compañero, Constantino Petrakos, logró huir del país y refugiarse en Europa. Pero a finales de 1977 regresó a Argentina. Él también sigue desaparecido. Gracias al testimonio de supervivientes, se sabe que María Eloísa pasó por el Protobanco hasta el gran traslado que se produjo en diciembre de 1976. Este centro clandestino quedó prácticamente desmantelado. Entre el 8 y el 12 abril, de madrugada, dio a luz a Victoria en Pozo de Banfield, en los pasillos de la zona de calabozos. María Eloísa fue asistida por su compañera de celda sin más instrumental que un cuchillo de cocina. Su familia no se enteró del nacimiento de Victoria hasta varios años después, cuando les dio la noticia una ex detenida que había estado con María Eloísa. Tras confirmar que había tenido familia y con datos más concretos, iniciaron la búsqueda, a la que Clara se incorporó hace diez años. Ella tenía nueve meses cuando secuestraron a su madre. «A medida que fui creciendo, fui enterándome de más cosas. Al cumplir los 20 empecé a moverme para buscar a mi hermana y saber qué pasó con mis padres», señala.
«Cuando te llegan datos de personas que pudieron haber sido apropiadas, muchas veces no resultan ser hijos de desaparecidos porque el tráfico de menores fue tan grande... No hay adopciones legales, ni papeles donde se diga quiénes fueron sus padres biológicos. Son muchas historias», resalta.
«Desde el mismo instante en que nació, a mi hermana le negaron su derecho a la identidad, a conocer a su familia, a saberse querida. Quiero que lo sepa, porque mucha gente adoptada piensa que es porque alguien la abandonó y no es su caso. Quiero que sepa que fue robada y que hace más de treinta años que su familia la está buscando. Estoy tratando de arreglar lo que alguien rompió hace mucho tiempo», afirma.
A Clara Anahí, carta difundida por internet
Querida nieta:
Soy tu abuela «ChiCha» Chorobik de Mariani, te busco desde el momento en que Etchecolatz, Camps y su tropa mataron a tu madre y te secuestraron de tu hogar en la calle 30 nº 1134 de La Plata, República Argentina. Era el 24 de noviembre de 1976 y tenías tres meses de edad. Desde ese momento, con tu padre te buscamos hasta que a él también lo asesinaron.
A pesar de que trataron de convencerme de que habías muerto en la balacera, yo sabía que estabas viva. Hoy está comprobado que sobreviviste y estás en poder de alguien. Ya tienes 31 años y tu número de documento probablemente sea cercano al 25.476.305 con el que te anotamos. Yo quisiera pedirte que busques fotos de cuando erás bebé y las compares con las que acompañan este texto.
Quiero contarte que tu abuelo paterno se dedicó a la música y yo a las artes plásticas; que tus abuelos maternos se dedicaron a las ciencias, que tu mamá amaba la literatura y tu papá era licenciado en economía. Ambos tenían un gran sentido de la solidaridad y compromiso con la sociedad. Algo de todo eso tendrás en tus inclinaciones de vida porque, a pesar de que hayas sido criada en un hogar distinto, uno guarda internamente los genes de sus antepasados. Seguramente hay muchas preguntas sin respuesta que aletean en tu interior.
A mis más de 80 años mi aspiración es abrazarte y reconocerme en tu mirada, me gustaría que vinieras hacia mí para que esta larga búsqueda se concretara en el mayor anhelo que me mantiene en pie, el que nos encontremos.
Clara Anahí, mientras te espero seguiré buscándote.
Abuelas, madres y, ahora, «hijos», largo camino por la verdad y contra la impunidad
Primero fueron aquellas valientes abuelas y madres que, superando el dolor y el miedo, salieron a la calle a buscar a sus hijos. Ahora son los hijos de aquellos hijos detenidos y desaparecidos quienes toman el testigo de la lucha por la verdad y contra la impunidad. Esta nueva generación ha dado paso a la asociación «Hijos». En una sociedad en la que un hecho deja de ser noticia casi al instante y que tiende al «olvido» cómodo, estos jóvenes siguen tirando pintura roja contra las casas de los represores, manchando los uniformes policiales y recordando a esa generación que quiso cumplir sus sueños.
TESTIMONIOS
Pozo de Banfield y la Comisaría 5º, dos maternidades clandestinas
Una de las características del centro clandestino de detención conocido como Pozo de Banfield, donde María Eloísa Castellini y Stella Maris Montesano dieron a luz, es el gran número de embarazadas vistas allí. El edificio tenía tres plantas. Cuando el alumbramiento resultaba inminente, eran trasladadas a una sala ubicada en el primer piso. Inmediatamente después del parto, se les obligaba a limpiar este habitáculo que hacía de enfermería. Según el informe «Maternidades clandestinas» de Abuelas de Plaza de Mayo de La Plata, este centro empezó a operar en 1974 con la Triple A. Entre ese año y 1978, fecha en la que dejó de ser operativo, pasaron cerca de 182 detenidos, entre ellos, 16 embarazadas. Sólo una fue liberada. Tras su desmantelamiento, «obreros picaron las paredes, cubiertas de inscripciones, sacaron con soplete las pinturas de las puertas para sacar las inscripciones, las pintaron de nuevo... como si ahí no hubiera pasado nada».
Por la Comisaría 5º de La Plata pasaron, al menos, diez embarazadas. Tres dieron a luz ahí, entre ellas Inés Ortega. Abierta desde mayo de 1976 hasta febrero de 1978, cerca de 180 personas pasaron por sus calabozos de modo transitorio.
(Gara. 20 / 07 / 08)