Antonio Domingo Bussi llegó a Tucumán a mediados de diciembre de 1975, para reemplazar a Acdel Vilas al frente de la Quinta Brigada de Infantería y desempeñarse como comandante de la Operación Independencia. Hasta el golpe de Estado, Bussi mantuvo intacto todo el aparato represivo desplegado desde el 9 de febrero de ese año por Vilas, pero usó ese tiempo para planificar otro escenario que sabía sería modificado el 24 de marzo de 1976.
Derrocada Isabel Perón, Bussi diseñó un esquema de gobierno público y otro clandestino. Los dos fueron autoritarios y represivos y ambos se movieron en una nebulosa que no tenía límites precisos. El gobierno provincial mantenía las apariencias y tenía ministros, secretarios, directores, etc. Bussi llegaba a la Casa de Gobierno antes de las 7 y a la hora de ingreso de los empleados ordenaba tocar diana y todos debían formar al pie del mástil para asistir al izamiento de la bandera y cantar Aurora. Un día a la semana –los jueves– esa ridícula ceremonia era trasladada al frente, a la Plaza Independencia, donde los funcionarios y empleados formaban como tropa en una plaza de armas de un regimiento. Los tucumanos, sorprendidos por esa ceremonia atravesando el paseo público debían quedarse quietos, mirar hacia la bandera en posición de firmes y entonar, ellos también, la canción.
De febrero a diciembre de 1975, Vilas arrojó personas desde helicópteros, tiró cadáveres hasta en la Plaza Independencia, explotó automóviles con prisioneros en su interior en pleno centro de San Miguel de Tucumán e institucionalizó la figura del “encapuchado”, como bautizaron los tucumanos a los grupos secuestradores a pocas semanas de iniciada la Operación Independencia. La última acción de combate de las fuerzas de Vilas y que decidió su reemplazo, fue la recordación del aniversario de la muerte del capitán Humberto Viola haciendo estallar un auto con siete personas en su interior y la voladura de media docena de casas de familia, en una de las cuales fue asesinado Arturo Lea Place, padre de una de las víctimas de la masacre de Trelew.
Bussi clandestinizó aún más la represión, ocultó los cadáveres y montó un circuito criminal cuyo final era un campo de exterminio. Trasladó el Comando Táctico de la Operación Independencia del centro de la ciudad de Famaillá al interior de un ex ingenio, el Nueva Baviera, oculto detrás de enormes paredones. Bussi cerró la Escuelita de Famaillá y abrió en su lugar el campo de concentración y exterminio del Arsenal Miguel de Azcuénaga y destinó un sector de la cárcel de Villa Urquiza a campo clandestino de detención, conocido desde entonces como “el pabellón de la muerte”.
El jefe de los centros
Entre el final de la Escuelita y el comienzo del Arsenal, es decir, entre el 24 de marzo y el 1º de junio de 1976, Bussi utilizó dos campos de concentración improvisados para albergar grandes cantidades de prisioneros. Uno funcionó en la Escuela Universitaria de Educación Física (Eudef), dependiente de la Universidad Nacional de Tucumán, y el otro, en la ex Colonia de Menores, equivocadamente llamado “El reformatorio” por la Conadep. Esa etapa de transición siguió contando con el más antiguo y duradero de los centros clandestinos, el que funcionó en la Jefatura de Policía.
A Eudef fueron llevadas centenares de personas secuestradas en los días del golpe de estado. Los hombres de Bussi hacían allí una selección de los prisioneros. Los acusados de pertenecer a algún grupo peronista eran asesinados o trasladados a la Jefatura, según el grado de peligrosidad que le asignaba la arbitrariedad de sus captores. Quienes eran acusados de pertenecer o estar vinculados al ERP eran llevados a la Colonia de Menores y los detenidos que eran vinculados a otros grupos de izquierda fueron trasladados a la cárcel de Villa Urquiza. Esto último aconteció con una enorme cantidad de mujeres.
Bussi supervisaba toda la tarea represiva y quienes ejecutaban los secuestros, los interrogatorios y los asesinatos eran los hombres del Destacamento 142 de Inteligencia. Un organismo supremo decidía la vida y la muerte de los tucumanos: la Comunidad de Servicios de Inteligencia (CSI). Funcionaba en el edificio del Comando de la Brigada y lo integraban los agentes de inteligencia de todas las fuerzas involucradas en la represión. Quien oficiaba de jefe de esa comunidad era el segundo comandante de la brigada, que no era del arma de inteligencia, prueba de que estaba allí para hacer de ojos y oídos de Bussi.
La CSI realizaba dos tipos de reuniones. Una era con todos sus integrantes más personas invitadas especialmente, entre ellas, empresarios, sacerdotes y alcahuetes que se presentaban voluntariamente para denunciar a sus comprovincianos. Allí evaluaban los informes recibidos y decidían qué personas debían ser vigiladas o secuestradas de inmediato. La otra reunión estaba restringida a los jefes de inteligencia y a los coordinadores de los campos de concentración del Arsenal, Cárcel, Jefatura y Nueva Baviera.
A veces concurrían los interrogadores que habían arrancado las confesiones a los prisioneros, cuya suerte se decidía en ese momento. Allí resolvían qué prisionero debía continuar en su condición de desaparecido, quién debía ser legalizado y cual iba a ser asesinado.
Pacto de sangre
En los campos de concentración se elaboraban diariamente partes con información detallada sobre los prisioneros. Se hacían tres copias y una de ellas iba directamente a manos de Bussi. Cada dos semanas Bussi presidía una ceremonia macabra en el campo de concentración del Arsenal. Allí, un grupo de prisioneros cuyo número oscilaba entre 15 y 20, era conducido a un lugar donde había un enorme pozo. Esas personas, con los ojos vendados y las manos atadas, eran obligadas a arrodillarse de frente al pozo. Bussi efectuaba el primer disparo, en la nuca, y después le seguían oficiales jefes y subalternos de las tres Fuerzas Armadas, Gendarmería, Policías Federal y Provincial y agentes civiles de inteligencia. Cumplían, así, con el pacto de sangre impuesto en abril de 1975 por Luciano Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo.
La Comisión Bicameral que investigó las violaciones de los derechos humanos en Tucumán precisó que el 92 por ciento de los desaparecidos fueron secuestrados en sus domicilios o en la vía pública, preferentemente de noche. Bussi mandó secuestrar y asesinar al presidente del Senado, Dardo Molina, a los legisladores Guillermo Vargas Aignasse, Damián Márquez y Samuel Villalba. También al secretario de la gobernación, Juan Tenreyro, y al secretario de Planeamiento, José Chebaia.
Además, inició el Proceso de Reconstrucción Nacional asesinando a las 2 de la mañana del 24 de marzo al secretario general de la Agremiación Tucumana de Educadores Provinciales, Isauro Arancibia. En el invierno de 1976 Bussi hizo secuestrar, torturar y asesinar a Gerardo Pisarello, dirigente de la UCR y último abogado que se animó a presentar recursos de amparo a favor de los desaparecidos. Más del 70 por ciento de las víctimas de Bussi fueron obreros y jornaleros, el resto estudiantes, militantes sociales y profesionales.
El genocida Bussi murió esta semana. Tenía 85 años. Se puede decir que fue asesino, ladrón y cobarde. Fue asesino, tal como fue probado en los estrados judiciales: en 2008 fue condenado a prisión perpetua. Fue un ladrón que no pudo justificar sus cuentas secretas en Suiza: sólo atinó a llorar cuando fue descubierto. Y fue un cobarde porque nunca estuvo en combate. Sólo supo ordenar a sus encapuchados que salieran a secuestrar, torturar y asesinar y él mismo sólo disparó un arma para matar por la espalda a prisioneros indefensos, atados y amordazados.
(Mirada al Sur. 27 / 11 / 2011)