Mario Benedetti
El escándalo provocado en Argentina por el espeluznante relato que el capitán de corbeta Adolfo Scilingo le hizo a Horacio Verbitsky y que fue difundido no sólo en un libro (El vuelo) de este periodista, sino también en la prensa y la televisión, seguramente admite más de una lectura. Por supuesto, la primera de ellas tiene que ver con el horror.
En octubre de 1994, dos capitanes (Antonio Pernías y Juan Carlos Rolón) admitieron ante el Senado argentino que la tortura había sido una práctica frecuente en los interrogatorios a presos políticos; pero se refirieron a esos castigos en forma genérica, sin entrar en detalles, características ni pormenores. Así permitieron que cada ciudadano pusiera a funcionar su imaginación y pensara en puntapiés, bofetadas, plantones, submarinos, picana eléctrica o cualquier otra variante de la sevicia. Lo cierto es que tales declaraciones no causaron asombro. Es público y notorio que aquí, allá y acullá, los derechos humanos son violados, preferiblemente con los izquierdos humanos.
De todas maneras, el del capitán Scilingo es un caso fuera de serie. En su ya célebre confesión, no se queda en las obvias y rutinarias generalidades. Él sí entra en detalles, características y pormenores. A los presos se les anunciaba un simple y hasta promisorio traslado, se les administraban fuertes calmantes haciéndoles creer que eran vacunas, luego se les metía en un avión y, tras inyectarles calmantes aún más fuertes, se les arrojaba, adormecidos pero vivos, al océano. El testimonio del capitán de corbeta es de un realismo apabullante. Él mismo fue hasta tal punto partícipe de la operación que en uno de los vuelos, en pleno lanzamiento de prisioneros, resbaló junto a la portezuela y estuvo a punto de acompañarlos en la letal zambullida.
El sarcasmo no concluía ahí: tras cada uno de los vuelos punitivos había sacerdotes que “confortaban a los oficiales con citas de los Evangelios sobre la necesaria separación del yuyo del trigal”. Todo era tan peculiarmente ético que el médico que administraba las inyecciones adormecedoras no participaba en la suelta de cuerpos al espacio a fin de no violar “el juramento de Hipócrates”.
Como era de esperar, distintos sectores han reaccionado ante la inquietante revelación. Por lo pronto, las diversas organizaciones de derechos humanos, Madres de la Plaza de Mayo, familiares de desaparecidos, intelectuales, artistas y hasta obispos, ven confirmadas todas sus denuncias y reclaman de las Fuerzas Armadas una nómina completa de los 2.000 desaparecidos en los vuelos letales.
El presidente Menem, en cambio, opta por llamar “facineroso” al capitán de corbeta, pero no niega los términos de la confesión; la máxima autoridad naval, el almirante Enrique Molina Pico, descalifica a Scilingo porque en cierta ocasión compró un auto robado, pero no niega los términos de la confesión; otro alto jefe naval le adjudica los calificativos de “traidor y poco caballero”, pero tampoco niega los términos de la confesión. Por su parte, la Comisión Permanente del Episcopado aclaró que “nunca el Episcopado argentino ni sus autoridades fueron consultadas sobre la licitud o viabilidad de los procedimientos denunciados para la eliminación de detenidos ni jamás dieron alguna forma de asesoramiento”, pero el vicepresidente segundo de ese mismo episcopado admitió que “la Iglesia siempre ha aceptado que, si bien ella es santa, puede albergar pecadores que necesitan arrepentimiento”. O sea, que tampoco niega rotundamente los términos de la confesión de Scilingo. Todo ello, como es lógico, da pábulo a que la sociedad argentina sospeche que, durante la dictadura, la Iglesia incluyó numerosos pecadores que necesitaron arrepentimiento.
La segunda y acaso más importante lectura del sorprendente testimonio es que, desde ahora y gracias al doloroso convencimiento que transmite la voluntaria autoinculpación, ya nadie podrá cerrar los ojos ante la evidencia de una monstruosa culpa colectiva. Las rebuscadas figuras de “obediencia debida” o “punto final”, se confirman ahora como una flagrante injusticia que jamás podrá borrarse.
Dadas la connivencia y la alianza fraterna ente las fuerzas represoras de Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Brasil y Bolivia, las revelaciones de Scilingo también involucran a toda la zona. En Uruguay, por ejemplo, la tristemente célebre Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (verdadero macramé verbal para encubrir una ley de amnistía a los torturadores), que fuera auspiciada y ejecutada durante su primer gobierno por el hoy presidente Julio María Sanguinetti (y avalada por el resultado de un reñido plebiscito), cobra tam-bién su exacta dimensión merced al testimonio del capitán de marras.
Con motivo del caso Scilingo, el semanario montevideano Brecha recuerda, en su edición del 10 de marzo, que entre 1976 y 1978 aparecieron en las costas uruguayas 20 cadáveres que la prensa oficialista, adicta a la dictadura fingió creer que se trataba de asiáticos y que la presencia de cadáveres obedecía probablemente a un motín a bordo de un carguero tal vez japonés.”Una orgía de sangre y drogas”, tituló un diario de esa tenebrosa época. Había sido una orgía, es cierto, pero de cinismo y de vileza. Para la opinión pública uruguaya no cabían dudas: los cadáveres provenían de la Argentina, pero el único periodista que inició investigaciones fue objeto de presiones para que abandonara el tema.
Siempre es un mal síntoma cuando un gobernante intenta basar su poder en un olvido colectivo. Hay que prohibirse mirar hacía atrás, decretan; hay que mirar siempre hacia adelante, no hay que tener (como dijo algún presidente) “ojos en la nuca”. El significado superficial es que no cultivemos el rencor ni la venganza. No está mal. Pero el significado recóndito es que renunciemos a ser justos: que el sentido de la justicia desaparezca junto con los desaparecidos. No obstante, ningún pueblo ha de lograr una verdadera paz si tiene un siniestro pasado pendiente.
Un joven poeta uruguayo, Rafael Courtoisie, escribió hace algún tiempo este poema de sólo dos líneas: “Un día, todos los elefantes se reunirán para olvidar./ Todos menos uno”. Ahora fue el capitán Scilingo. En otra ocasión puede ser otro. Siempre habrá un elefante que no puede soportar la presión de su conciencia y resuelve decir la verdad. Es difícil que la sociedad lo perdone, pero de todos modos le agradecerá su franqueza. La sociedad, o al menos su porción más digna, no reclama venganza sino justicia, y sobre todo información, saber a qué atenerse.
Pocas horas después de la confesión del capitán de corbeta, diez muchachos, que en plena dictadura militar habían sido adoptados por diversas parejas, reclaman ahora que se investigue su verdadera identidad, ya que entienden que tal vez son hijos de desaparecidos.
Es curioso que las altas jerarquías militares, y el propio presidente Menem, descalifiquen tajantemente el testimonio de Scilingo sólo porque éste adquirió en su momento un auto que había sido robado, y sin embargo no les inquiete que no estén en la cárcel cientos o quizá miles de oficiales que robaron vidas. ¿Significará ello que para los cánones (y los cañones) de una sociedad consumista y neoliberal, la compra de un buen automóvil robado representa un delito más infamante que la ominosa suelta al océano de 2.000 ciudadanos que ni siquiera habían sido juzgados? Los “vuelos” se basaban en una ficción: que el olvido cubre las culpas. Hace cuatro años, cuando el indulto decretado por el presidente Menem permitió que Massera, Videla, Viola, Camps, recuperaran su libertad, escribí que “el perdón del crimen reactualiza el crimen”. El miedo puede propagarse y hasta abarcar a la sociedad completa, pero el miedo nunca es democrático. Ni el miedo ni el olvido son democráticos. Por algo Borges, que vivió etapas de increíble deslumbramiento ante los sables, dejó sin embargo esta cita que es casi una revelación: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido”.
Hasta hoy, el olvido estuvo lleno de memoria y esa memoria siempre ha pugnado por salir a la superficie, para mostrarle al mundo que el olvido es inútil, hipócrita y perverso. Tan importante es la memoria que, parafraseando a Courtoisie, mientras quede un solo elefante que recuerde, ese recuerdo puede llegar a cambiar la historia de un país.
Mario Benedetti
Montevideo - Madrid / 1996