El Comité de Naciones Unidas para los Derechos Humanos está muy atento al proceso de la recuperación de la memoria histórica. Por ello, nos da un atinado consejo: abolir la Ley de Amnistía de 1977. Asimismo avala la investigación abierta por el juez Garzón para llevar al franquismo ante el banquillo de los acusados y condenarlo por genocidio. Entendemos bien que la postura de la ONU es coherente con el espíritu que le guía. Ahora bien, defender los Derechos Humanos y predicar con el ejemplo no es tan sencillo como parece. No hay duda de que si se aboliera la Ley de Amnistía se daría un paso importante a la hora de enfrentarse a nuestro pasado. Pero estamos comprobando, con sumo estupor, que la memoria se ha convertido en política viva y que se teme desenterrar porque, según algunos, reabre heridas. No se trata ya sólo de juzgar los crímenes de un bando (el nacional), como se piensa, sino que se trata de revelar el grado de madurez que ostentamos como sociedad cívica con respecto a aquella contienda en la medida en la que sepamos reconocer su valor en el presente.
Es necesario mirar atrás con aguda insistencia y no con la cautela neutra de quien opta por arrinconar los hechos con el fin de que no nos molesten demasiado. Pero una sociedad que quiera vivir sin memoria, que opta por el silencio o por el disimulado recelo de pensar que los otros también cometieron barbaridades, no nos lleva más que a invalidar los valores que, supuestamente, se han establecido en este marco democrático. ¿Para qué sirve juzgar al franquismo? ¿Para qué sirve desenterrar a los muertos? ¿Para qué sirve el borrar el resto de esa dictadura de edificios, calles y monumentos?
Sirve en la medida en la que una sociedad cobra conciencia de su Historia. Sirve, no en la medida de mejorar nuestras condiciones de vida porque no nos afecta en el día a día, sino para revelar el grado de madurez y de compromiso ético con ciertos valores que no pueden ignorarse sobre los hechos ocurridos. Sirve para desmentir que las dictaduras son buenas, para obligarnos a considerar que la fe ciega en un solo hombre es equivocada. Sirve para no ignorar que hubo quienes sufrieron y murieron de forma ignominiosa. Sirve para observar con libertad el futuro.
Hay que tener en cuenta la singular presteza con la que nos solidarizamos con aquellos que pierden un familiar por trágicas consecuencias (sea un accidente de tráfico o un atentado terrorista). Si es joven, nos da pena el pensar que no pudo disfrutar de la plenitud de la vida. Sin embargo, los crímenes cometidos durante los años de la represión franquista no tienen excusa ni pueden ser justificados, requieren de la misma empatía que uno muestra para con los otros casos, pero aún con mayor evidencia si cabe. Cada asesinato cometido por aquel régimen fue un atentado contra la dignidad de las personas. Y ésta es la reflexión humana, simbólica e histórica que debemos de extraer de esta certeza. Si queremos enterrar la memoria lo único que parece que se quiere ocultar es la vergüenza de asumir que vivimos una confrontación incivil, porque se concibió como una venganza y como una forma de exterminar a quienes tenían otras ideas políticas a las que se querían imponer.
Tal vez no sea necesario ir tan lejos y anular la Ley de Amnistía porque podría traer consigo consecuencias inesperadas a nivel judicial. Pero la causa abierta por el juez Garzón debe de servirnos para afrontar el gravamen que existe de la guerra. Al final, lo que no podemos es caer en el error de considerar que la guerra se queda en las meras batallas, en los hechos históricos acaecidos, en ese anecdotario cruento de toda conflagración bélica. No fue una guerra limpia, ni tampoco su fin estuvo justificado. No hubo un después en el que los vencedores permitieran que los vencidos pudieran levantar la cabeza del suelo tras la humillación de ser considerados traidores a la patria.
Por desgracia, la memoria del franquismo es muy alargada porque ha tenido mucho tiempo para construirse. En cambio, la memoria democrática es joven y dúctil, queda empañada por la idea de querer reconciliar el pasado con el presente con un paternalismo fácil de sobrellevar pero no sincero. Pero, claro, el problema reside en que no solo es cuestión semántica sino judicial en cuanto que hubo miles de asesinatos que nunca han sido reconocidos. Se liquidó el Estado de derecho, se internó en campos de trabajo a miles de soldados republicanos y nacionalistas, se mató y se violó, para luego, no restituir el principio democrático porque se temía la libertad, por ser la causante de los males sociales que afectaron a la II República.
Si encubrimos la memoria somos responsables de ignorar la verdad sobre quienes lucharon y defendieran la sociedad en la que vivimos actualmente. Su lucha y su entrega, el sacrificio, a veces inconsciente de lo que hicieron, no puede ser aparcado porque hiera la sensibilidad de algunos políticos o una parte de la sociedad que todavía no es capaz de darse cuenta de que si opinan y son libres, nada tiene que ver con el franquismo, sino con los que murieron en tales amargas circunstancias.
Acostumbrados a hablar de la Historia en términos elitistas no nos damos cuenta de que quienes verdaderamente merecen un sitio de honor son los que acabaron en las cunetas aniquilados, incluyendo a quienes cayeron víctimas del llamado terror rojo, asesinados por ese otro miedo a no poder ser libres. Aún debemos de aprender esta dura lección. Porque todos ellos contribuyeron, por razones bien distintas, a pagar el precio de la libertad que hoy ostentamos y que con tantos miedos, prejuicios y recelos se observa. Por eso debemos de enfrentarnos a esa memoria, darle validez, reconstruir pieza a pieza y dotarla de valor y significado pleno.
(Noticias de Alava / Noticias de Gipuzkoa. 14 / 11 / 08)