El último verano, la Universidad de Deusto impidió la colocación de una placa dedicada a las víctimas del franquismo que padecieron cárcel en los edificios ahora estudiantiles. Un sencillo recuerdo, colocado por Ahaztuak en memoria de quienes sufrieron prisión en esta Universidad fue arrancado con nocturnidad y seguramente alevosía, para ser arrojado a cualquier basurero. Tal vez alguien intentaba ocultar, setenta años después, una de las negras páginas de tan pulcra institución. El año anterior, sin embargo, la misma Universidad había erigido un monumento a los padres financieros de la llamada Comercial, muy cerca del lugar que hubiera tenido la frustrada placa de la memoria histórica. Lo que querían los de Ahaztuak era mostrar un recuerdo de los perdedores de la historia que ni vivos ni muertos encuentran reconocimiento. Lo que pretendía la pulcra institución, con las estatuas erigidas en sus jardines, era tal vez disimular y ennoblecer una donación y un patronazgo que pudieran no ser tan nobles a la luz de otra memoria: la de los indígenas americanos.
Está al alcance de todos, pero muy pocos lo saben. Los indiscretos orígenes del dinero de la Comercial, centro de formación de empresarios capitalistas creado en 1916, se pueden rastrear en algún libro y en páginas de la red. Uno de los que se ha ocupado de esta historia, el profesor Barrenechea, dice que la Comercial «no hubiera sido posible sin el concurso y la filantropía de dos grandes próceres»: los hermanos Pedro y Domingo Aguirre, naturales de Berango, donde nacieron en 1831 y 1841. El mismo autor afirma que abandonaron el precario mundo rural para buscar fortuna en América, estableciéndose en Tepic (México). Hasta aquí, como otros muchos. Pero, confiesa Barrenechea, sin decir por qué medios, que terminaron por constituir un imperio económico y que su fortuna conoció un desarrollo notable en apenas 20 años. Fortuna impensable (esto no lo dice Barrenechea) sin la apropiación desmesurada de la plusvalía procedente del trabajo indígena semiesclavo, en explotaciones mineras, textiles, tabaqueras, azucareras, arrozales, frutales etc., etc. Sabemos que, a finales del siglo XIX, la Casa de Aguirre dominaba varios municipios de Tepic (hoy Estado de Nayarit) y que en 1926, ya muertos los fundadores, cuando la Comercial desovaba sus primeras camadas, los sucesores acumulaban ya un millón de hectáreas de ricos terrenos y fincas. Por entonces los titulares de la Casa de Aguirre eran considerados los caciques de Nayarit. Consideración que conservaron al menos hasta la revolución de los años treinta.
No es difícil imaginar cuál podía ser el modus operandi de estos afortunados emigrantes de ida y vuelta. La cuestión no es que tuvieran el poder económico y político de todo un Estado, sino la forma de conseguirlo y conservarlo. Igual que en otros casos de «suerte» semejante, los Aguirre exprimieron el fruto del trabajo campesino. En su fábrica de Bellavista, los obreros padecían «condiciones de esclavitud y terror», a las que respondían con tímidas protestas, Hay crónicas de 1894 a 1896 sobre estos conflictos, que alcanzaban también a las tabaqueras y azucareras de La Puga y la Escondida, de la misma propiedad. Todavía en 1905, los trabajadores de estas empresas pedían «mejores salarios, menos horas de trabajo, eliminar los abusos en las tiendas de raya y que se les diera un trato humanitario». En esta zona se declaró la primera gran huelga del México contemporáneo.
Durante el reinado de los Aguirre en Nayarit, los campesinos apenas tenían otra opción que trabajar para la gran acumulación de capitales, luego repatriada a la península. El símbolo mexicano de esta situación, como relata un cronista, «era la casa de Aguirre con sus enormes propiedades de cerca de un millón de hectáreas, 30 haciendas, ranchos ganaderos, ingenios e industrias». Poseía fincas, predios, haciendas, fábricas, plantas eléctricas, ferrocarriles, comercio de petróleo y madera, caña de azúcar, cereales etc. La Casa de Aguirre era dueña de vidas y haciendas y se decía que ponía o quitaba generales y gobernadores a su antojo. Los biógrafos de los benefactores de Deusto (malefactores de México) olvidan con cierta generosidad estos aspectos poco perdonables de su historia, cuando de la pobreza del baserri pasaron a ser «unos próceres» gracias al trabajo propio y al sudor ajeno.
Hoy nos preguntamos por la inquietud que les alcanzó a última hora ante una incierta eternidad y por el repentino ataque de filantropía que les llevó a financiar hospitales y universidades, convirtiéndolos en «preclaros varones» (como reza una lápida en Deusto). Y consiguiendo que el mismísimo Alfonso XIII hiciera un alto en sus guateques con los Zubiria de Sarriko para venir a santificar obra tan ejemplar en 1917.
Sin desvelar estas incógnitas, ellos tienen al menos, igual que otros oligarcas vizcainos, un reconocimiento oficial cuya trastienda se nos oculta con cuidado, en medio de los terrenos que compraron para la Uni. Merecido o no, es desde luego mucho más de lo que tienen los presos de guerra de Franco, que dicen los de Ahaztuak que estuvieron en la misma Universidad, aunque no estudiando precisamente.
(Gara. 11 / 11 / 08)