ANTE la inhibición del juez Garzón a favor de varios juzgados ordinarios para investigar los crímenes del franquismo, han respirado tranquilos los medios de comunicación que no han sabido romper moralmente con la dictadura, y lo han hecho de modo particularmente indecente el ABC , El Mundo y similares. Que, como el PP, han aprovechado el momento para arremeter contra lo actuado por el juez Garzón.
Y ahora no se trata de hablar de los vicios y virtudes de este juez (no sería la primera vez que le he criticado en estas páginas y en otras), sino de destacar lo positivo de esta iniciativa judicial concreta para quienes están buscando todavía el cadáver de los suyos, y para quienes deseamos que se reconstruya la verdad de lo acontecido. Pues no es cierto que la sociedad civil española haya conocido las dimensiones de lo reprimido por la dictadura de Franco ni el número de fusilados por ella, y por eso los ciento y pico mil asesinados o los -de veinte a treinta mil- todavía desaparecidos, han sobrecogido la conciencia de cualquier persona de bien.
Pero también han descansado intelectuales y periodistas que no pertenecen a la derecha tradicional. Javier Pradera nos ha llamado panglossianos a quienes hemos visto el lado positivo de esa actuación de Baltasar Garzón; como el preceptor Pangloss, el personaje de Voltaire quien, de puro optimista, podía fijarse en que le quedaban nueve dedos cuando le habían cortado uno.
Retórica aparte, no es lo de menos la acogida local e internacional que han tenido los razonamientos y datos del auto de Garzón en televisiones, radios y periódicos varios. Pues no comparto la tesis consistente en afirmar que cada cual tiene su propia memoria, y que a los antifranquistas y republicanos, a nuestros hijos y nietos, nos corresponde construirla familiarmente en colaboración con los historiadores. De aceptar esta tesis, que es la de Pradera, resultan lo mismo los momentos de la guerra, en la que hay responsabilidades en los dos bandos, que lo actuado entre 1939 y 1977 (asesinatos y demás delitos de los que solamente son responsables los poderes franquistas). Así que de este período dictatorial, Pradera pretende que los opuestos al régimen nos quedemos como en una especie de literario y doloroso sueño de familia. Y todo para que no se incomoden con el mismo recuerdo los descendientes de quienes pusieron en práctica las fechorías franquistas en comisarías, cárceles y ¡ay! (porque ahí duele bastante solamente con recordar los apellidos de sus componentes) en los miles y miles de consejos de guerra.
El truco es persistente: se mezcla todo y así se difumina todo, de manera que sea imposible la elaboración de una memoria que diga algo tan elemental como que, pasada la guerra, el antifranquismo era el bando perseguido, y el franquismo el perseguidor poder ejercido por los verdugos y asesinos de quienes se oponían al régimen.
Pradera nos recomienda que los herederos del antifranquismo y de los republicanos leamos obras y novelas para forjar nuestra memoria de vencidos y represaliados. Desde luego, hay trabajos excelentes, así como muy buenos estudios históricos; pero lo que deseamos es que los lean los demás, pues ésta es una sociedad en la que los libros no son la primera fuente de información (y en la que se ojea muy poco la letra impresa, inclusive la de los periódicos). Es decir, y tomo la idea de Julián Casanova, son necesarias las políticas públicas de la memoria para que en escuelas y colegios se estudie la guerra sin prejuicios, y se analicen los desmanes de la dictadura franquista.
Me gusta más la idea de la memoria compartida de Javier Ugarte en las recientes páginas de Hika (nº 202). Pero para ello hace falta una derecha que por fin sea civilizada, y que no tema romper con el franquismo, así como intelectuales y periodistas que dejen el miedo que profesa Javier Pradera a que la derecha actual se enfade por el conocimiento público de las medidas de las atrocidades franquistas y los nombres de sus más que concretos autores.
No me parece afortunada la simetría que Ugarte establece entre Paracuellos, que sin duda fue un crimen de lesa humanidad por la saca de militares y burgueses (así lo decía la delegación de Orden Público de Madrid), y los bandos exterminadores del Ejército franquista. Puede parecer así que todos fuimos culpables, hasta los que no habíamos nacido, cuando el asunto central es que cada cual siempre es responsable de sus actos. Los crímenes de retaguardia habidos en el lado legal y constitucional, el republicano, pertenecen responsablemente a sus autores. Pero las guerras, desde el siglo XVI, son atributo principal de quienes las inician (y no es lo mismo en esta vida agredir ilegítimamente que defenderse de modo legítimo).
En el fondo, todo se reduce a lo mismo en las razones de Javier Pradera y, ahora, en las de Javier Ugarte: la Ley de Amnistía de 1977. Contraria a todo el derecho internacional actualizado pero que, respira hondo Pradera, no puede ser aplicado en el Reino de España sin previa transposición interna a través de las normas que lo desarrollen (tal y como lo ha sentenciado el Tribunal Supremo en el año 2007 a propósito del caso Scilingo). Cuando lo decente como juristas, lo decoroso, que también tiene cabida en el mundo del derecho, sería exigir que las normas internacionales sobre los crímenes de lesa humanidad sean aplicadas por el sistema jurídico español y formen parte de nuestras normas jurídicas de observación cotidiana. Lo contrario es una cobardía injustificable y un -disfrazado de legalismo- monumento al miedo.
(Noticias de Navarra. 26 / 11 / 08)