Las naciones están obligadas a vivir con la memoria a cuestas. Por mucho que se quiera evitar o cerrar la puerta para no dejar entrar el olor infausto del pasado, los hechos se llevan como una segunda piel por esa parte de la sociedad que tuvo que sufrirlos y padecerlos. La experiencia de la memoria va más allá del reconocimiento público, como se ha comprobado. La memoria no duerme ni descansa, no se arrincona, tampoco se nos permite olvidarla. Se ha mantenido en un estado latente en muchas familias aunque no se hablara sobre ella. Por ello, el impulso de la Ley de la Memoria ha sido sólo el mecanismo de acción para empujarla hacia fuera. Pero, sin duda, esto ha dado pie a una reflexión más marcada sobre la represión, la guerra y el franquismo. No es que no hubiese memoria ni historia sobre la guerra y la represión, sino que lo que no existía era un marco legal que lo reconociese.
Ahora bien, actualmente lo hay. Al aprobar el Congreso la Ley de la Memoria, dotaba de un significado auténtico a lo que es el pasado en nuestra forma de entender la realidad. Es el modo en el que una sociedad se ve a sí misma, le guste o no lo que observe de ella en el espejo. Sin embargo, con la petición de la Audiencia Nacional de evaluar los daños infligidos por el franquismo a los perdedores de la (in)civil contienda, el juez Garzón daba un paso más resolutivo, estimaba la intención de condenar al régimen imputándole un delito de genocidio. Precisamente, este concepto tan poderoso no debe hacernos creer que sólo ha de aplicarse a realidades contemporáneas más cercanas a los hechos vividos o que es exclusivo del nazismo. Tampoco debe hacernos creer que ello no tiene más fundamento que reabrir viejas rencillas o bien interpelar a la venganza (si fuese así deslegitimaría a la judicatura). Todo lo contrario, es la hora señalada de que la memoria dé paso a la verdad, de que esta verdad se convierta no en un baluarte para los incorregibles que pretenden crear un muro defensivo alrededor del régimen, sino en una mirada inquisitiva que nos permita demoler los prejuicios de que las atrocidades cometidas en nombre de España eran justificadas. Al abrir la memoria se abrió la caja de Pandora. La reflexión ha de ser total y el juicio al régimen sentencioso, por eso, la causa penal abierta contra el franquismo, es la culminación de un proceso histórico que nos permitirá reafirmar la evidencia del ensañamiento sufrido por los republicanos y nacionalistas en el imperio de la violencia franquista. Para los detractores de tales argumentos, hemos de aplicar la máxima de la historia como maestra de la vida. Porque más allá de los hechos épicos que toda nación reinterpreta con su alocución heroica, como puede ser la Guerra de la Independencia, están estos capítulos oscuros que nos definen como sociedad.
La guerra contra el invasor napoleónico no fue más que un capítulo concreto de la historia española. La reacción del pueblo ante las evidentes actitudes de las tropas francesas debido a que tenían que vivir sobre el terreno (mediante pillaje), no tiene parangón en la comparativa con los efectos de la Guerra Civil sobre el freno dado por el fascismo a la maduración democrática.
Todas las piezas de la historia han de ir encajando para que tengan un sentido. Difícilmente se puede explicar la Guerra Civil sin hablar del siglo XIX; difícilmente podemos entender el siglo XXI sin las claves interpuestas del siglo XX. Pero para los españoles la confusión estriba en el particular efecto que ha tenido que se haya querido licuar el efecto traumático de la memoria. La victoria de los socialistas en 1982, encabezados por Felipe González, fue el punto de inflexión de un proceso de transformación en el que, finalmente, se establecía un gobierno de izquierdas en España sin temor a otra cruzada. Para ello, los socialistas renunciaron a la república y así se anestesió la memoria como si al renunciar a ella hubieran renunciado a su legado, al pasado de su fracasada instauración. Pero aunque la II República sigue siendo esa gran olvidada, aún cuando partimos como democracia de su experiencia y fundamentos, lo que no se puede evitar es encarar con rigor el proceso en el que se instauró un régimen que ponía fin a las libertades sociales a las que toda sociedad tiene derecho. Además, se ha demostrado que la actitud del llamado bando nacional venía regida por unas claras directrices asesinas. La venganza se consideró una parte consustancial a la política del vencedor para el que haber militado en el bando contrario implicaba la condena moral, física o vital de miles de familias, reprimiendo con dureza las identidades de vascos, gallegos o catalanes. Los escalofriantes datos ofrecidos sobre los asesinados, así como los testimonios de los que pudieron sobrevivir a aquel contexto tan gris y represivo, nos llevan a entender la arbitrariedad y el despego que existió hacia los derechos civiles de los vencidos. El asesinato se avaló como un mecanismo justificado para aniquilar de raíz la mala semilla republicana y nacionalista.
Por todo ello, la revitalización de la memoria nos ha de permitir no sólo valorar la clásica y fundamental aportación de la historiografía a la comprensión de los hechos, sino la necesidad de depurar responsabilidades. Con ello, nos hemos de convencer de que la repudia moral al franquismo ha de tener un elemento más concreto que garantice su condena para que la Historia pueda alcanzar sus significados plenos. Y sólo la Justicia puede encargarse de imputar y condenar (o no) al franquismo por crímenes contra la Humanidad, respondiendo así a esta cuestión. No vivimos para la Historia como alguno ha de reprobar, sino en la Historia, y por vivir sobre procesos constantes de evolución y cambio, de codificación de las vivencias personales y sociales en las que nos encuadramos, el aprendizaje consiste en encarar con rigor los miedos, los desvaríos y los fanatismos, porque es lo único que nos permite entender que sin la experiencia la violencia extrema siempre puede volver a repetirse.
(Deia. 28 / 10 / 08)
Ahora bien, actualmente lo hay. Al aprobar el Congreso la Ley de la Memoria, dotaba de un significado auténtico a lo que es el pasado en nuestra forma de entender la realidad. Es el modo en el que una sociedad se ve a sí misma, le guste o no lo que observe de ella en el espejo. Sin embargo, con la petición de la Audiencia Nacional de evaluar los daños infligidos por el franquismo a los perdedores de la (in)civil contienda, el juez Garzón daba un paso más resolutivo, estimaba la intención de condenar al régimen imputándole un delito de genocidio. Precisamente, este concepto tan poderoso no debe hacernos creer que sólo ha de aplicarse a realidades contemporáneas más cercanas a los hechos vividos o que es exclusivo del nazismo. Tampoco debe hacernos creer que ello no tiene más fundamento que reabrir viejas rencillas o bien interpelar a la venganza (si fuese así deslegitimaría a la judicatura). Todo lo contrario, es la hora señalada de que la memoria dé paso a la verdad, de que esta verdad se convierta no en un baluarte para los incorregibles que pretenden crear un muro defensivo alrededor del régimen, sino en una mirada inquisitiva que nos permita demoler los prejuicios de que las atrocidades cometidas en nombre de España eran justificadas. Al abrir la memoria se abrió la caja de Pandora. La reflexión ha de ser total y el juicio al régimen sentencioso, por eso, la causa penal abierta contra el franquismo, es la culminación de un proceso histórico que nos permitirá reafirmar la evidencia del ensañamiento sufrido por los republicanos y nacionalistas en el imperio de la violencia franquista. Para los detractores de tales argumentos, hemos de aplicar la máxima de la historia como maestra de la vida. Porque más allá de los hechos épicos que toda nación reinterpreta con su alocución heroica, como puede ser la Guerra de la Independencia, están estos capítulos oscuros que nos definen como sociedad.
La guerra contra el invasor napoleónico no fue más que un capítulo concreto de la historia española. La reacción del pueblo ante las evidentes actitudes de las tropas francesas debido a que tenían que vivir sobre el terreno (mediante pillaje), no tiene parangón en la comparativa con los efectos de la Guerra Civil sobre el freno dado por el fascismo a la maduración democrática.
Todas las piezas de la historia han de ir encajando para que tengan un sentido. Difícilmente se puede explicar la Guerra Civil sin hablar del siglo XIX; difícilmente podemos entender el siglo XXI sin las claves interpuestas del siglo XX. Pero para los españoles la confusión estriba en el particular efecto que ha tenido que se haya querido licuar el efecto traumático de la memoria. La victoria de los socialistas en 1982, encabezados por Felipe González, fue el punto de inflexión de un proceso de transformación en el que, finalmente, se establecía un gobierno de izquierdas en España sin temor a otra cruzada. Para ello, los socialistas renunciaron a la república y así se anestesió la memoria como si al renunciar a ella hubieran renunciado a su legado, al pasado de su fracasada instauración. Pero aunque la II República sigue siendo esa gran olvidada, aún cuando partimos como democracia de su experiencia y fundamentos, lo que no se puede evitar es encarar con rigor el proceso en el que se instauró un régimen que ponía fin a las libertades sociales a las que toda sociedad tiene derecho. Además, se ha demostrado que la actitud del llamado bando nacional venía regida por unas claras directrices asesinas. La venganza se consideró una parte consustancial a la política del vencedor para el que haber militado en el bando contrario implicaba la condena moral, física o vital de miles de familias, reprimiendo con dureza las identidades de vascos, gallegos o catalanes. Los escalofriantes datos ofrecidos sobre los asesinados, así como los testimonios de los que pudieron sobrevivir a aquel contexto tan gris y represivo, nos llevan a entender la arbitrariedad y el despego que existió hacia los derechos civiles de los vencidos. El asesinato se avaló como un mecanismo justificado para aniquilar de raíz la mala semilla republicana y nacionalista.
Por todo ello, la revitalización de la memoria nos ha de permitir no sólo valorar la clásica y fundamental aportación de la historiografía a la comprensión de los hechos, sino la necesidad de depurar responsabilidades. Con ello, nos hemos de convencer de que la repudia moral al franquismo ha de tener un elemento más concreto que garantice su condena para que la Historia pueda alcanzar sus significados plenos. Y sólo la Justicia puede encargarse de imputar y condenar (o no) al franquismo por crímenes contra la Humanidad, respondiendo así a esta cuestión. No vivimos para la Historia como alguno ha de reprobar, sino en la Historia, y por vivir sobre procesos constantes de evolución y cambio, de codificación de las vivencias personales y sociales en las que nos encuadramos, el aprendizaje consiste en encarar con rigor los miedos, los desvaríos y los fanatismos, porque es lo único que nos permite entender que sin la experiencia la violencia extrema siempre puede volver a repetirse.
(Deia. 28 / 10 / 08)