TODA sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad". Stefan Zwieg. Quizá la única experiencia verdadera de nuestro pasado es volver a visitarlo. Por lo tanto, la lucha de las generaciones que perdieron en la guerra civil no se puede perder, por mucho que se empeñen en enviar su memoria al ostracismo democrático. No debemos olvidar que como custodio y testigo el recuerdo es asimismo garantía de libertad. No en balde las dictaduras intentan alterar o destruir la memoria histórica de su inmediato pasado. En la actualidad, los dirigentes, desde sus palacios de cristal, están demostrando una sensatez y una habilidad especiales al hablar, escribir y pactar sobre nuestra memoria colectiva. Ellos deciden sobre nuestros recuerdos, no tomamos ni arte ni parte en los detalles; deciden sobre lo que es legal y lo que no, declaran libertades y nos indican prohibiciones llenas de paternalismo. Hay que huir de estos convencionalismos.
A los hijos y nietos (pocos supervivientes quedan de las atrocidades de la guerra) nos quedan tantas biografías de los nuestros como los momentos en los que los recordamos. El mayor derecho que poseemos somos nosotros. Por lo tanto, junto con nuestra memoria seremos nosotros mismos. Necesitamos alguien que deshaga el nudo gordiano (después de casi setenta y cinco años, ya está bien). Necesitamos preguntar por lo que de verdad se desea conocer: ¿A quién pedimos cuentas de nuestros asesinados? Necesitamos cuestionar las cosas que los demás dan por sabidas y olvidadas. Cuando la verdad es que la mayoría social no sabe lo que hicieron los vencedores de un levantamiento contra un régimen legítimo. Por ello, cuando hablemos, debemos intentar ir hasta el fondo de lo que queremos decir, con todas nuestras dudas y emociones. Hay que preguntarle a la Historia por la verdad de sus cosas (investigadores, estudiosos, literatos, abogados y, sobre todos, ellos, el recuerdo de los nuestros, sus historias). Seguro que las contestaciones nos indicarán que los acontecimientos no son lo que parecen. Acompañémonos de la ironía más histriónica, desenmascaremos la mentira que gruñe.
La historia es selectiva y discriminatoria, puesto que toma de la vida lo que le interesa como material socialmente aceptado despreciando el resto, donde precisamente podemos encontrar la verdadera explicación de los hechos, de las cosas, de la pura realidad, lo que los vencedores no nos han contado. Aunque no debemos olvidar que con la Historia nos pasa lo mismo que con los argumentos de las películas: cada cual tiene uno, por lo tanto nunca se pueden dar como entendidas ni vistas, son nuevas cada vez y van haciéndose más hondas según la propia vida se va colmando de experiencia o según el paso del tiempo nos va dejando unas cuantas cicatrices más o menos sabias.
No nos pueden imponer su verdad, somos nuestros propios autores, somos los amos de nuestras historias, de las historias de nuestra memoria y, por ello, estamos seguros de nuestras intenciones. Lo que decimos ocurrió. Las fosas comunes existen. La tierra cubre y tapa las muestras, pero una tierra removida siempre se reconoce. Las fosas comunes son espacios de meditación y encuentro, son la visualización del dolor y el sufrimiento, donde los huesos son el argumento insoslayable. Su apertura o señalización son necesarias para gestionar la memoria de unos hechos acaecidos que algunos quieren que olvidemos. No son lugares inventados por la nostalgia (ojalá), ni por una cultura que tanto gusta a los fabricantes de verdades vernáculas, las fosas son el resultado de un retroceso traído por la victoria militar de las clases sociales más retrógradas y sus aliados eclesiásticos.
Los negacionistas y los olvidadizos instalados en el poder diariamente nos indican los caminos por los que debemos transitar. Y yo les pregunto: ¿Cuál es camino que debo tomar? ¿Seguir la orientación de un poder que ha otorgado impunidad a los crímenes militares y los saqueos políticos, convirtiéndolos en hazañas? El implícito perdón a los torturadores, el silencio y el olvido pactados en la Transición, sólo para que los franquistas de entonces aceptaran el juego democrático, han dejado ardor de estómago, acidez en las conciencias. Ése no es el camino.
No hay que olvidar que todos los años vividos bajo el sistema dictatorial (no solamente los delitos cometidos bajo la autoridad y la ley impuesta a sangre) fueron aclamados en consonancia con un gobierno ilícito y una administración que fue fiel al dictador. Los poderes que salieron beneficiados en la Transición fueron los que habían actuado en la impunidad de un franquismo dictatorial, que arrasaron a cuchillo un concepto distinto de sociedad que abogaba por la igualdad. Hoy no importa si un juez es competente, o no, para investigar los crímenes realizados durante estos años; o tiene permiso, o no, para abrir las fosas comunes de nuestros familiares. Lo que importa es que la sociedad reconozca a los asesinos con sus nombres y apellidos, lo que consiguieron simpatizando con el régimen y lo que ganaron los que colaboraron activamente con él. Alberto Manguel, en un reciente artículo sobre otra dictadura (por desgracia todas son iguales) nos señalaba lo triste que es no saber: "…lo mismo puede decirse (se refiere a la ignorancia) de una sociedad que, bajo no importa qué circunstancias, rehúsa investigar y condenar una dictadura que amparó a los actores de hechos tan execrables y vejaciones de la imposición del orden por la fuerza".
No podemos seguir bajo la batuta de sus designios, debemos a la memoria la recuperación de su dignidad. Sabemos por las investigaciones y por los recuerdos que el totalitarismo no se conformó con abolir el espacio público, sino que ahogó el espacio privado. La dictadura dejó en las fosas y en las cárceles a los que estaban en contra de la radicalidad del mal. Además de cercenar la libertad y condenar a muerte por no hacer o pensar como ellos, lo más triste era que condenaron simplemente por el inevitable hecho de ser.
(Deia. 9 / 06 / 09)