sábado, julio 18, 2009

BAJARSE DEL CABALLO DE LOS VENCEDORES. Artículo de opinión de Braulio Hernández Martínez

EN un gesto sin precedentes, los obispos de Bilbao, Ricardo Blázquez y Mario Iceta; el de San Sebastián, Juan María Uriarte; y el de Vitoria, Miguel Asurmendi, han decidido "prestar un servicio a la verdad, que es uno de los pilares básicos para construir la justicia, la paz y la reconciliación". El pasado 11 de julio, en un acto de desagravio, que consideraron "un deber pendiente", celebraron una eucaristía conjunta para recordar, es decir, rehabilitar, la memoria de "los catorce sacerdotes ejecutados en los años 1936 y 1937 por quienes vencieron en aquella contienda". Pero es preciso recordar que, además de los vascos, hubo "otros religiosos asesinados por el Bando Nacional que no han obtenido ni obtendrán reconocimiento alguno por parte de la jerarquía eclesiástica española". Lo recordaba así en su día Antonio Aramayona, profesor y articulista, en El Periódico de Aragón.

Llama la atención que ante un tema que sigue levantando tantas pasiones y con tantas heridas abiertas, la Jerarquía eclesial, tan proclive a hacer cartas pastorales y declaraciones sobre diversos asuntos, ante la memoria de la Guerra Civil y la posterior represión sin piedad de los vencedores mantenga tantos silencios, hasta el punto de que monseñor Rouco, presidente de la Conferencia Episcopal Española, ha llegado a afirmar que "para una auténtica y sana purificación de la memoria" lo mejor es "el olvido". Sin embargo, discernir sobre cuál fue el comportamiento de la Jerarquía eclesial durante la guerra, y la posterior represión no es contrario al evangelio. "Todo lo conocido es luz" dice San Pablo. Ahí está, por ejemplo, el librito Memoria histórica ¿Cruzada o locura? del sacerdote abulense Jesús López Sáez, presidente y fundador de la madrileña Comunidad de Ayala.

Ante la memoria histórica, sorprende la doble vara de medir de muchos obispos. Un doble rasero que para muchos, creyentes y no creyentes, se convierte en "piedra de tropiezo y de escándalo". Porque los obispos, mientras acusaban al Gobierno de practicar una memoria selectiva y de reabrir heridas, por llevar al parlamento una ley de recuperación de la memoria histórica (atendiendo las peticiones de muchos familiares de represaliados por el franquismo), ultimaban los preparativos de una beatificación masiva de 498 mártires de la Guerra Civil (la más numerosa de la historia), que tuvo lugar en Roma el 28 de octubre de 2007. "Pío XII -recuerda el cura Jesús López- se había opuesto a una canonización indiscriminada y masiva. En el espíritu del Concilio, mantuvieron y reforzaron esa actitud Juan XXIII y Pablo VI, el cual ordenó la paralización de los procesos canónicos que desde el final de la guerra llegaron al Vaticano pidiendo la canonización de los mártires de la cruzada. Las cosas cambiaron con Juan Pablo II, de quien se afirma que fue admirador de Franco".

Entre los beatificados en Roma no figuraba ninguno de los sacerdotes vascos (ni, por supuesto, ninguno de los miles de católicos republicanos que murieron o fueron fusilados por los sublevados por el simple hecho de defender la legalidad vigente de la República). El portavoz episcopal dijo entonces desconocer si tales hechos sucedieron. Pero "la existencia de múltiples documentos acerca de estos asesinatos revela la descarada hipocresía de la máxima jerarquía religiosa de España" (El Plural). El cura Jesús López cuenta, entre otras, esta anécdota: "Yo conocí en Roma a un sacerdote venerable, Albert Bonet, a quien pudieron matar en las dos partes, en Cataluña por ser cura y en Navarra por ser catalán. Claro, si le hubieran matado en Cataluña, podría haber sido beatificado hoy. No así si le hubieran matado en Pamplona. ¡Lo que son las cosas!" (Beatificación en Roma).

El 16 de noviembre de 1938, en plena guerra civil, un decreto de la Jefatura de Estado (de los sublevados) establecía, "previo acuerdo con las autoridades eclesiásticas", que "en los muros de cada parroquia figurara una inscripción que contenga los nombres de los Caídos, ya en la presente Cruzada, ya víctimas de la revolución marxista". Aquellas placas permanecen en las fachadas de las Iglesias para inmortal recuerdo mientras que por toda la geografía de España hay "territorios sembrados de horror": decenas de miles de cuerpos de ciudadanos republicanos permanecen borrados de la memoria en fosas comunes en cunetas, barrancos, pozos y cementerios. Setenta años después, buena parte de la Jerarquía eclesial aún sostiene que desenterrar a estas víctimas olvidadas es reabrir heridas.

Claude G. Bowers, embajador de EE.UU. en España entre 1933-39, en su libro Misión en España -"un tesoro periodístico, diplomático y político", dice el periodista Eric Sopena- denuncia el martirio de los vascos, o la atrocidad de los bombardeos sobre Durango y Gernika, un territorio de profunda catolicidad, nada sospechoso de rojo, pero leal a la República. Y se refiere a la Guerra no como una cruzada, sino como "la guerra del Eje contra la democracia española". Los sublevados, y la Jerarquía de la Iglesia, invistieron el Alzamiento con "un sello divino", afirma. "Llamarla 'santa cruzada' fue un error que envenenó las almas", denuncia también el capuchino Gumersindo de Estella, capellán de la cárcel de Torrero (Zaragoza). En su libro Fusilados en Zaragoza, 1936-1939. Tres años de asistencia espiritual a los reos, deja bien claro que lo que la Iglesia se empeñó en llamar "santa cruzada" no era otra cosa que "una empresa pasional de odio y violencia".

"Ciertamente, la violencia anticlerical fue terrible. Fueron 6.832 víctimas: 4.184 del clero secular, 2.365 religiosos, 283 religiosas. Pero la violencia anticlerical -recuerda el cura Jesús- debe situarse en el marco de la violencia general desatada por el sangriento golpe de Estado contra el orden legítimamente constituido de la República y por la guerra civil consiguiente". La cifra la dio el sacerdote y periodista Antonio Montero (Historia de la persecución religiosa en España, 1961) que, llama la atención, llegó a ser arzobispo de Badajoz, una ciudad donde las atrocidades de los autodenominados nacionales, dirigidos por el coronel Yagüe, fueron indescriptibles: "Masacre después de la captura de Badajoz", se titulaba un artículo en el Manchester Guardian. "Naturalmente que los hemos matado. ¿Iba a llevar a cuatro mil prisioneros rojos con mi columna?". El historiador Manuel Tuñón de Lara, en su libro La Guerra Civil, da cuenta de la barbarie: "La sangre corría a ríos por las calles", los milicianos capturados en el coro de la Catedral "fueron ejecutados ante el altar", "los rebeldes celebraron la Asunción con una terrible matanza". En zonas donde apenas hubo resistencia y el golpe triunfó de inmediato, la brutalidad de los nacionales fue implacable. Antonio Bahamonde, que fue secretario del general golpista Queipo de Llano, en su libro Un año con Queipo, afirma que "sólo en Sevilla asesinaron a más de 9.000 obreros y campesinos…". Testigo de tanta brutalidad, él huyó al exilio. Hombre creyente, su fe llegó a tambalearse ante "el beneplácito y la bendición de la Iglesia", muda ante tantas atrocidades. En Huelva, la represión se cobró más de 6.000 vidas, dice el historiador Paul Preston. Sin olvidar que no menos de 50.000 personas fueron ejecutadas en los diez años que siguieron al final oficial de la guerra, como denuncia Julián Casanova en La Iglesia de Franco. Hoy, decenas de miles de cuerpos siguen ignorados en fosas comunes, en cunetas, barrancos, pozos y cementerios.

Un superviviente singular de la violenta represión de los vencedores es Fernando Macarro Castillo, más conocido como Marcos Ana, "el poeta de las cárceles de Franco". Fernando tiene 89 años y es el preso político que más tiempo pasó en las cárceles de la dictadura, veintitrés. Fue condenado a muerte dos veces, acusado de "auxilio a la rebelión". Ingresó en prisión a los 19 años y salió con casi 42. En sus memorias, Decidme cómo es un árbol. Memorias de la prisión y de la vida" (2007), a pesar de lo sufrido, no hay una sola palabra de rencor ni de venganza. Son "una lección de humanidad", dice de ellas el Premio Nobel, José Saramago. Marcos Ana manifiesta que "la recuperación de la memoria histórica no es para pedir cuentas a nadie… sino para situar la Historia en su lugar, arrancar del olvido a nuestras víctimas y cancelar de una vez los procesos y condenas incoados por un régimen ilegal, impuesto por las armas frente a la legalidad republicana". Una plataforma de intelectuales e instituciones lo está postulando para el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2009. "El bosque de mi generación se va despoblando poco a poco, y yo sigo en pie como un árbol milagroso". La próxima película de Almodóvar será sobre su vida.

Los obispos de las diócesis vascas también quieren "purificar la memoria" recordando a "los presbíteros ejecutados por los vencedores y que han sido relegados al silencio". "No queremos reabrir heridas, sino ayudar a curarlas, queremos contribuir a la dignificación de quienes han sido olvidados o excluidos y mitigar el dolor de sus familiares y allegados". En 2007, monseñor Ricardo Blázquez, al finalizar su mandato como Presidente de la Conferencia Episcopal Española, dio "una grata sorpresa" en su discurso de despedida cuando afirmó que la Iglesia tiene que revisar su propio pasado: "deseamos que se haga plena luz sobre nuestro pasado"; "recordamos la historia no para enfrentarnos, sino para recibir de ella la corrección por lo que hicimos mal o el ánimo para proseguir en la senda acertada".

La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica manifiesta en una carta que "Mientras (la Iglesia) sólo asuma su parte de víctima y no la de verdugo, estará contribuyendo a una estéril culpabilización y a una utilización extremadamente parcial del pasado. Debe pedir perdón por su complicidad, por una actitud que causó enormes sufrimientos". "La Iglesia española -recuerda Jesús López Sáez- necesita memoria histórica, una confesión nacional y, quizá también, (¡todo un símbolo!) una caída de caballo. ¿Es que no se ha bajado todavía del carro de los vencedores? La Guerra Civil no fue una cruzada, sino una guerra fratricida, una locura. Se dice en el salmo 85, Dios anuncia la paz, con tal de que a su locura no retornen".

(Deia. 18 / 07 / 09)