miércoles, febrero 25, 2009

UNA JOTA VASCA PARA STALIN


No recuerda con exactitud la fecha. Quizás, dice, noviembre de 1939. Pero sólo quizás. No lo asegura. Tiene alguna duda. Es lógico. Han pasado siete décadas. Lo que no olvida, de ninguna manera, son los hechos. No olvida el lugar, el Teatro Nacional de Moscú. No olvida al público asistente, a Stalin y al Gobierno soviético expectantes en la primera fila. Y no olvida a los actores, a los bailarines del grupo de danza de la casa de niños del distrito de Pravda, en la capital rusa. Probablemente desde un lugar principal de aquel escenario, ella, la eibarresa Juanita Unzueta García, interpretó su baile más recordado.

"Vi a Stalin con mis propios ojos. Y también estaba la mujer de Lenin. Se habían reunido allí con motivo de alguna conmemoración política y nosotros formábamos parte de los ballets invitados a los actos de celebración. Había niños de todas las repúblicas soviéticas", rememora Juanita. El eco de la música que su grupo representó aquella tarde aún resuena en sus oídos. "Era música vasca. ¡Nos llamaron para bailar una jota vasca!", señala, aún asombrada por las circunstancias de aquella actuación tan peculiar. Al volver al autobús, tanto ella como el resto de componentes del grupo se encontraron con varias cajas de fruta llevada desde España. "Dijeron que fue un regalo de Stalin, aunque nunca lo supimos con certeza", reconoce.

Para aquel entonces, Juanita llevaba ya algún tiempo en Moscú. En concreto, desde los trece años. La entrada de las tropas franquistas en Gipuzkoa había obligado a su familia a abandonar Eibar y trasladarse a Neguri, en Getxo, y, desde allí, su madre y su tío decidieron que tanto ella como a su hermano (cinco años menor) y una prima fueran evacuados a la Unión Soviética. A mediados de 1937, los tres partieron rumbo a Leningrado (actual San Petersburgo), donde les esperaba un recibimiento "espectacular". "No teníamos ni idea de a qué lugar nos llevaban, pero, desde luego, no íbamos con tristeza. No nos dio tiempo a sentirla. Además, íbamos juntos, que ya era algo. Y la acogida fue impresionante. Los barcos hicieron sonar sus sirenas, los soldados cantaban firmes, la gente nos saludaba... Fue todo muy emotivo", afirma aún con un cierto brillo en sus ojos.

Primera estancia
Campamento de menores

Al poco de llegar, y no sin antes recibir un buen baño con agua y jabón, los tres fueron enviados junto a otros muchos niños, principalmente vascos y asturianos, a Crimea, donde pasaron un par de meses en una especie de campamento con menores soviéticos. Después viajaron a la capital. "Más o menos hacia finales de agosto, con el inicio del curso escolar a la vuelta de la esquina, nos llevaron hasta Moscú, para ser acogidos en una casa de niños que había en las afueras", explica.
Aquella casa, la ya mencionada de Pravda -palabra que significa verdad en ruso-, se convirtió desde entonces en su hogar. "Allí fue donde nos educamos. Los mayores en un pabellón y los pequeños, en otro. Estudiábamos Anatomía, Botánica, Gramática... De todo, y de manera más profunda que aquí. Aprendíamos en castellano, con profesores y libros españoles. Con el tiempo fuimos sabiendo también ruso, pero entre nosotros hablábamos siempre en castellano", cuenta, sobre una época en la que los contactos con su familia eran escasos. Sabía, a través de una persona, que estaban bien. Poco más.
Pero, con todo, Juanita era feliz en Moscú. Y, probablemente, de allí no se hubiera marchado si no le hubieran forzado a ello los acontecimientos. El inicio de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, trastocó los planes de todos los residentes de la capital soviética. También de los niños exiliados. "Recuerdo perfectamente la noche en la que empezó la contienda. El ruido de aquellos aviones... Los había oído ya cuando estaba en Neguri y entendí perfectamente lo que estaba pasando. Viví aquello con mucho miedo", confiesa.

Huida hacia el interior
En barco y con ropa de esquí

A las pocas horas de iniciarse el conflicto, el Gobierno concedió a las casas de niños varias máquinas de coser para que pudieran hacer bolsas en las que transportar sus ropas. Y, equipaje en mano, comenzó la huida hacia el interior. En el caso de Juanita, hacia un lugar llamado Kukus. "Fuimos en barco. Los pequeños, en camarotes. Los mayores, en la cubierta abrigados con trajes de esquí. Fue un viaje largo, pero menos duro que el de otros, que tuvieron que pasar por Stalingrado y esquivar las bombas", agradece.

Desde su nueva residencia, esta eibarresa siguió las evoluciones de la batalla. Y, a su término, regresó a Moscú. Fue a otra casa de acogida, pero mantuvo las clases con el profesor de ballet que había conocido en su primera etapa en la capital. Y se especializó, poco a poco, en la danza. Participó en algunos recitales -recuerda, entre ellos, cómo bailó un aurresku en Siberia durante los actos en los que se juzgó a un militar americano- y empezó a ejercer de profesora dando clases a otros niños. Y así pasó un tiempo largo.

Hasta que se casó. Manuel Ruiz de Haro, andaluz exiliado en la URSS y uno de los españoles que habían participado en la II Guerra Mundial de manera voluntaria con el ejército soviético, se convirtió en su marido y marcó un antes y un después en su vida. Con él, y después de esperar a que su hermano -que también se había casado con una rusa y era ya padre de un niño- acabara la carrera de Ingeniería de Caminos, Juanita regresó a Eibar en 1957. La prima, la que había viajado con ellos a Leningrado, en cambio, se quedó.

Nada más llegar a su localidad natal, no tardó en notar la diferencia de costumbres entre ambos países. "Me sorprendía lo alto que hablaba la gente y, sobre todo, que se tiraran cosas al suelo. Por ejemplo, en los bares la gente arrojaba aceitunas. Era una cultura completamente diferente. Las mujeres iban mejor vestidas aquí pero... había otra mentalidad. En Moscú aprendí muchas cosas que aquí no habría conocido. Si no llega a ser por esos años, para rato me entero yo de lo que es la danza, el ballet o la ópera", asegura.

Dificultades al volver
Declaración ante la CIA

Su llegada a Eibar no fue del todo fácil. Tuvo que ir a Madrid a declarar ante la CIA (Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos), que preguntó a numerosos repatriados acerca de cuestiones como la fabricación de cohetes o la localización de las bases rusas; necesitaba solicitar permiso cada vez que iba a Bilbao -el pasaporte del que disponían los exiliados era distinto al del resto de ciudadanos-; y tuvo que ver cómo se llevaban de su casa numerosos libros sólo por estar escritos en ruso.

Con todo, el trato de su familia y de sus vecinos fue siempre bueno. Con el tiempo, además, pudo cumplir el sueño que siempre tuvo. Creó una escuela de ballet en Eibar -ella se jubiló hace cuatro años pero el negocio sigue abierto- y enseñó, entre otras músicas, las danzas tradicionales que había conocido en la antigua Unión Soviética. Fue, en cierta manera, su modo de agradecer todo lo que le había dado aquella tierra que un día la acogió.

De aquella actuación en el Teatro Nacional sólo quedan dos cosas, pero las dos más importantes: ella y la danza. Ya no está Stalin. Ni la mujer de Lenin. Ni la fruta en el autobús. Tampoco su profesor de baile. Ahora, hasta hace muy poco, la maestra ha sido ella y el público, sus alumnas. Todas ellas han disfrutado durante décadas del arte de aquella niña que un día bailó música vasca para Stalin y hoy, en su Eibar natal, baila en ruso para sí misma. Para Juanita. Y para sus recuerdos.

(Noticias de Gipuzkoa. 25 / 02 / 09)