La maquinaria de campos de concentración franquistas, construida al paso del bando nacional durante la Guerra Civil y engrasada en los primeros años de la dictadura, ha quedado convertida, con el paso de las décadas, en un amasijo de piezas sueltas, difíciles de identificar, enterradas bajo una gruesa capa de indiferencia oficial y olvido. “Parece como si algo tan terrible no hubiera ocurrido”, afirma Cecilio Gordillo, activista de la CGT por la memoria histórica en Sevilla. Emilio Silva, presidente de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica, coincide con este diagnóstico: los campos de concentración son una parte borrada de nuestra historia.
En su libro de investigación Entre la historia y la memoria, el historiador Javier Rodrigo contabiliza 104 campos de concentración en España en sentido estricto, dentro de un listado más amplio de 188 centros concebidos expresamente para el internamiento, el castigo, la reeducación y la utilización de republicanos como mano de obra forzada. Rodrigo calcula que 500.000 personas pasaron por los campos, a las que han de sumarse los miles de presos políticos y prisioneros de guerra explotados en diversas obras públicas.
“Existe una cosmovisión [...] que tiende a relativizar los procesos de violencia política para no considerar la represión como el basamento de la larga duración del régimen”, señala Rodrigo en su artículo Internamiento y trabajo forzoso, publicado en la revista Hispania Nova. “Ni siquiera es un tema sobre el que los historiadores hayan investigado mucho”, añade Emilio Silva. Un puñado de proyectos, entre los que destacan los de la recuperación como espacios para la memoria de los campos de Castuera (Badajoz) y Los Merinales (Sevilla), actúan como excepciones a una tónica general de borrado de huellas.
Reconocimientos discretos
La fotógrafa Ana Teresa Ortega, profesora en la Facultad de Bellas Artes en la Universidad Politécnica de Valencia, reunió el pasado año en la exposición Cartografías silenciadas 50 imágenes de lo que fueron los emplazamientos de campos de concentración. En su recorrido por toda España advirtió que “casi no hay nada que los identifique como tales”.
“Hay auténticas barbaries. Por ejemplo, tiraron la plaza de toros de Badajoz [que no fue un campo en sí, sino el escenario de la matanza de 2.000 personas] y ahora es un palacio de congresos donde no pone nada de lo que fue”, explica Ortega. Lo que fue el campo de Los Almendros, en Alicante, es ahora un centro comercial. Albatera, también en Alicante, es una zona de cultivo de palmeras. El Fórum de las Culturas de Barcelona ocupa parte del centro de La Bota.
Los reconocimientos son mínimos. “Hay una placa institucional en la Escuela de Artes y Oficios de Logroño, que fue un campo, y otra en la cárcel vieja de Segovia, que ahora es una biblioteca”, explica la fotógrafa. En Albatera y en Miranda de Ebro (Burgos) hay un monolito y una placa, respectivamente, puestos por la CNT. Y en La Bota hay un pequeña escultura de Miguel Navarro. Ningún campo es área protegida. Es la escasa huella que queda de los años en que España fue una inmensa prisión.
(Público. 3 / 08 / 08)