viernes, marzo 18, 2011

EL PUÑADO DE PRESOS QUE SOÑÓ CON LA LIBERTAD

De los pocos presos que salían del fuerte de San Cristóbal, un buen porcentaje lo hacía con los pies por delante. Otros no tenían el privilegio de salir ni siquiera una vez muertos: simplemente, eran enterrados bajo la nieve y el fango del patio interno. De 1934 a 1945 esta cárcel, ubicada en la cima del monte Ezkaba que domina el valle de Pamplona, acogió entre sus gélidos brazos a miles de reclusos, sobre todo republicanos. Pero el 22 de mayo de 1938 una veintena de ellos decidió que ya bastaba y que, entre unas condiciones de vida inhumanas y el sueño de la libertad, por muy remoto que pareciera, era mejor soñar. Así, ese puñado de presos, casi todos miembros del partido comunista, proyectó y llevó a cabo una huída hacia la frontera con Francia en la que participaron 795 de los 2.497 reclusos de la estructura y que Carmen Domingo describe en su última novela, La Fuga (Ediciones B).

Tras años de documentación (y de dedos cruzados para que nadie se fijara en el mismo acontecimiento), Domingo tardó uno y medio en escribir las 235 páginas de La Fuga. Se trata de una novela que mezcla realidad y ficción, según cuenta la misma autora, ante una brocheta de cordero en un restaurante de Pamplona. Domingo se encuentra en la ciudad para recorrer con un grupo de periodistas el camino y la vida de los presos dentro (y fuera) del fuerte de San Cristóbal. “Datos y nombres son exactos, pero tenía que ser una novela, no un ensayo. El 90% de las historias humanas son inventadas”, relata la escritora, poco antes de empezar su quinta visita a la prisión.

La Fuga es un día de acercamiento al momento fatídico de la huída. Desde la tarde del 21 de mayo el reloj de los capítulos y de la tensión avanza inexorablemente hasta la noche del 22, cuando los presos ponen en marcha su plan. No fue una fecha escogida al azar: era un domingo, a la hora de la cena, y tan solo había ocho guardias en la prisión. El punto de vista de la novela cambia constantemente: de los reclusos, a uno de los soldados, al jefe responsable de la cárcel. En la primera versión, una voz de mujer narraba sin embargo los hechos. “No me atrevía a escribir de hombres”, explica Domingo, que cuenta con varias novelas sobre la condición de la mujer durante la guerra civil. Pero Iñaki Alforja, historiador y autor de un documental sobre la histórica fuga (Ezkaba), además de ángel custodio de la realización de la novela de Domingo, le sugirió que prescindiera de esa narradora. Así, “no existe una voz cantante. Hay 25 protagonistas”, cuenta la escritora. Y un vigésimo sexto, quizás el más importante: el fuerte de San Cristobal.

Enorme, aunque bastante derrocado, el complejo resulta todavía inquietante. Una estrecha carretera asfaltada se aventura por el monte hasta su entrada. El frío glacial, la humedad y la mezcla melancólica del gris de las paredes y del rojo de las ventanas con rejas advierten al visitante de que no es bienvenido. Para construir el fuerte se voló una parte del monte, de forma que sus pisos se desarrollan por arriba y por debajo del suelo. Un gran patio central separa los dos edificios que acogieron en su época a los presos más afortunados, que contaban al menos con una tabla de madera para acostarse, y a los que vivían bajo tierra, amasados como animales en la oscuridad de pequeñas y agobiantes celdas. “Era como un campo de concentración. Los reclusos comían agua y patatas. Y dormían en el suelo mojado”, relata Domingo en uno de los cuartos de la llamada primera brigada, la zona donde las condiciones de vida eran las peores. A veces, para ahorrar, el responsable de la cárcel disminuía incluso las dosis de comida. Y, por si no fuera suficiente, los presos que por alguna razón tenían que ser castigados eran encerrados en un espacio más pequeño todavía, donde “a veces simplemente se olvidaban de ellos”, asegura, en la oscuridad de una de estas celdas, la escritora.

No sorprende que en los 11 años en los que la cárcel estuvo abierta, más de 1.000 presos fallecieron por enfermedades, según asegura Alforja, que subraya como el número de muertos seguramente fue mayor: “No se cuentan todos los que fueron fusilados”. Aún así, cuando la fuga se puso en marcha, no todos se sumaron. “Si pesas 35 kilos, estás congelado y alguien abre tu celda y te dice que te escapes, ¿qué haces?”, plantea Domingo. El desconocimiento de los alrededores y de cómo recorrer los 80 kilómetros hasta la frontera y el miedo a que llegaran los guardias también pudieron con la valentía de centenares de reclusos.

Memoria y actualidad

La construcción del fuerte arrancó a finales del siglo XIX, cuando la última guerra carlista: de hecho, iba a ser una fortaleza. Pero solo se terminó en 1919, cuando la existencia de la aviación ya había vuelto sus espacios abiertos presa fácil de un bombardeo. San Cristóbal nació obsoleto, y obsoleto se quedó. Desde su cierre en 1945, cayó en el olvido. Hoy pertenece al ministerio de Defensa y es presidiado por militares. Solo pueden acceder a su interior las asociaciones que reserven una visita con antelación. Mientras, su destino oscila entre propuestas que van del parque temático a la caja de ahorro. Domingo sin embargo lo convertiría en “un museo de la memoria histórica”. Partidaria de la exhumación de las fosas comunes, la escritora ha declarado a menudo su apoyo al juez Baltasar Garzón, suspendido de su cargo por prevaricación a la hora de investigar los crímenes del franquismo. La memoria histórica es un tema en el que la escritora insiste varias veces a lo largo del día, sin miedo a ser contundente: “No entiendo porque nos olvidamos de este asunto. Tengo la impresión de que la derecha confunde su historia con la memoria histórica”.

Para Domingo, es este un tema tremendamente actual. Tal y como lo son las revueltas en el mundo árabe. Mientras pasea por el patio de San Cristóbal, y acaricia la cabeza del pequeño Lucas, su hijo de dos años, la escritora, que estuvo viviendo en Marruecos, critica la postura occidental: “¿Cómo puede ser que los mismos dirigentes que hace tan solo unas semanas negociaban con Gadafi, y acogían con honor a él y su caravana, ahora de repente quieren que se vaya?”.

En el fondo, los presos que se arrastraron por los senderos nevados para alcanzar la frontera no difieren tanto de los libios que pelean por la democracia en medio del desierto. Estaban hartos de un destino que no habían escogido. Solo querían descubrir si la libertad sabe mejor que agua y patatas.

(El Pais. 17 / 03 / 2011)