Hasta mediado el mes de abril de este 2008, el que escribe seguía utilizando lo sucedido con la represión franquista en mi pueblo natal, La Puebla de Cazalla, como ejemplo de la persistencia de lo que Víctor Serge llamaría “el asesinato de la memoria”. Aunque “lo sucedido” podría escribirse en una línea emparentada con lo escrito por Joseph Conrad en "El corazón de las tinieblas", hasta entonces se podía decir que no se había movido apenas una hoja de protesta o algo que se le pudiera parecer.
Se trataba de una historia de catacumbas en el que el concepto de “guerra civil” poco tenía que ver con lo que se ha entendido como tal, o sea era algo sin el menor parecido a lo que pudieron ser por ejemplo las guerras carlistas. A pesar de todo el descomunal esfuerzo por parte del bando vencedor por encontrar pruebas locales para su “causa general”, el hecho es que ni durante el quinquenio republicano ni durante los pocos días que van desde la sublevación hasta la entrada de las tropas al mando de Queipo en el pueblo, no pudieron registrar ni una sola víctimas. Sí las hubo antes fue en las represiones perpetradas por las fuerzas represivas entonces “al servicio de la República” contra las movilizaciones jornaleras, y luego, nada más. Sin embargo, lo que ocurrió después fue inenarrable.
Señalo que hasta mitad de abril porque en los setenta y pico de años que siguieron la represión contra todos los colores del republicanismo, e incluso contra algunas “personas de orden” que mostraron su desafección a lo que estaba sucediendo, nadie se atrevió a decir media palabra en público. Mientras vivió el dictador, las únicas voces posibles fueron las de las catacumbas, fragmentos de historias vividas o escuchadas que se narraban con la garantía de unas paredes sólidas y de puertas y ventanas bien cerradas. Y es que no solamente tuvo lugar la citada represión, es que después, una parte destacada de sus responsables, personajes que podían dejar como blandos y tibios los de tantas películas, ocuparon algunas de las plazas claves del aparato policial, mostrando su brutalidad y crueldad en numerosos detalles cotidianos. Por ejemplo, rapando y paseando por las calles a los homosexuales que aparecían en los días feriales.
Se podría creer que con las libertades todo sería distinto, y así fue en lo que era presente. Partidos comunistas como el maoísta PTE, el propio PCE, y ulteriormente IU, ocuparon durante dos décadas las alcaldías con una oposición liderada por el PSOE, que entre 1931 y 1936, fue de largo, la fuerza política hegemónica, eso sí con desbordamiento radicales por parte de las juventudes, de los partidarios de Largo Caballero, y el pequeño PCE, más una minoría anarquista que trabajaba en el interior de la UGT. Pero la historia siguió en las catacumbas, y el comentario de un concejal que públicamente miro hacia atrás con ira, conllevó su destitución. No había que provocar, se trataba de ser tan prudente que en el pueblo se podían encontrar calles con personajes tan significados, y tan cercano como Salvador Allende (víctima de buenos discípulos de Franco), pero no de los concejales que fueron fusilados. Ni tan siquiera de su alcalde, un hombre moderado partidario de Azaña, que pudo escapar hacia la zona republicana por lo que en su lugar fusilaron a su anciano padre, y además en la misma puerta de la Iglesia.
Pasarían casi tres décadas, y parecía que todo aquello no había ocurrido aunque los parientes más cercanos a las víctimas seguían con su capital de lágrimas y dolores ocultos, diciendo lo que no se podía decir por los rincones, y algunos de los verdugos más reconocidos podía pasearse como si tal cosa por las calles que habían contribuido a ensangrentar, y los hubo, como Manuel Barroso, el más señalado de todos, que hizo profesión de fe que sí todo aquello volviera a hacer, actuaría de la misma manera. Esto pasaba cuando en América Latina ya hacía tiempo que gente así se las tenía que ver con la justicia, y cuando en Europa se juzgaba por crímenes contra la humanidad a ancianos nazis que, sin lugar a dudas, no eran responsables ni de la mitad de crímenes de lo que fue Queipo de Llano cuyos méritos todavía son reconocidos en algunas iglesias de la capital de la que señor de horca y cuchillo, Sevilla.
Aquí y allá ya se habían erigido lápidas o monumentos conmemoratorios a los republicanos asesinados muy lejos de las trincheras, pero en La Puebla el silencio seguía siendo la norma. En mis visitas pude escuchar a familiares respetados que de eso mejor era no hablar, que ya todo se había olvidado, y que lo mejor para todo era “no menearlo”. La magnitud de la represión era tan grande, y el número de verdugos tan reconocidos, que se argumentaba a favor de los descendientes de estos, que nada tenían que ver. Por otro lado, resultaba patente que si la emigración de los años 50-60 se había llevado aproximadamente la mitad del pueblo (que no ha vuelto a recuperar la misma amplitud demográfica hasta hace unos pocos años), y está claro que entre los primeros en marchar estuvieron aquellos familiares para los que la vida en la localidad fue literalmente irrespirable. También seguía el miedo, mucho miedo. El que demostraba por ejemplo mi padre cuando leyó lo que yo había escrito en "Memorias de un bolchevique andaluz", sufrió un ataque de pánico. A pesar de que el ámbito familiar más próximo no hubo ninguna víctima, el hombre consideraba que me la estaba buscando, y durante un tiempo trató de convencerme de que no las publicará: “Esta gente vendrá a por ti”, era una de sus palabras habituales en las discusiones.
Esta prudencia que ha sido considerada como modélica por tantos historiadores y analistas, no respondía a una reflexión política elaborada ni nada por el estilo. Era prudencia motivada ante todo por el miedo, todavía en 1977, el mero rumor de que si no se votaba a la derecha podían quitarte las pensiones corrió como la pólvora por muchos hogares del pensionista. Recuerdo que ante un comentario mío en plan irónico, provocó la reacción de uno de los líderes del movimiento, diciendo que no se trataba de ninguna tontería. Mis padres que todavía trabajaban, no dudaron de que “aquello podía ser cierto”.
Las razones eran pues muy otra, cierto estaba el tiempo transcurrido, pero también el hecho de que la represión se prolongó entre los familiares de las víctimas. A principios de los años setenta, todavía verse que el descendiente de un republicano señalado era “puteado” en el servicio militar, y tener problemas diversos en la escuela, a la hora de pedir el pasaporte, etc. Esto explica que no fue hasta la conquista de las libertades que muchos jóvenes pudieron saber que su padre o su abuelo habían formado parte de la CNT o del PCE. También explica que entre los activistas de la clandestinidad era más fácil encontrar descendientes de los “vencedores” (un término que merece ser matizado, primero porque la mayoría hizo la guerra con Franco por miedo, y segundo porque la “victoria” no les significó más que entrar en el mercado laboral sin ninguna clase de derechos) que de los republicanos que habían padecido su calvario particular. Si el militar-fascismo pretendió dar una lección contundente al pueblo, lo consiguió.
Sin embargo, a mi entender esto no explica por sí mismo las razones de una prudencia que seguramente merece un calificativo menos diplomático. En un principio, nada impedía que tantas y tantas víctimas anónimas conocieran, al menos en lo más elemental, el reconocimiento que sí se le dispensó a los más reconocidos como Companys o Miguel Hernández, por citar dos casos que están en el conocimiento de todo el mundo. Esto era tanto más factible en cuanto, de entrada, no se trataba de señalar a los culpables. Que estos temían la revancha, e intuían que con los trabajadores arrinconando a la dictadura, les podía llegar la hora de la justicia, lo demuestra el hecho de que hicieron desaparecer todos los documentos que le pudieran inculpar. Desaparecieron de los ayuntamientos, de las sedes de la Falange, y los que estaban en manos del “ejército salvador”, quedaron a buen recaudo. Todavía se sigue creyendo dueños de los documentos que guarda.
Con el tiempo pasado, con el peso de la cultura de la derrota, aquí no cabía pensar en ningún Simon Wiesenthal, que además se tendría que haber enfrentando a la izquierda transformada, la misma que creía que con la victoria en las urnas ya era más que suficiente. Hasta verdugos del calibre de Ramón Serrano Súñer han podido morir en paz con dios sin haber tenido que pagar ni una multa de tráfico. Ahí está el caso de Fraga, que no solo ha permanecido fuera de toda sospecha, es que ha obtenido un reconocimiento que ya hubieran querido para sí muchos tantos y tantos antifranquistas. Encima de todo lo demás, les ha caído un periodo de denigración de las ideas socialistas, y ahora cuando se habla de ellos son meramente “demócratas”, una palabra que hoy oficialmente no se conecta precisamente con las divisas de la revolución francesa sino con el comprender que quien manda es el “libre mercado”.
El caso es que, finalmente, en La Puebla de Cazalla se han dado dos pasos que parecían que no iban a llegar nunca. El primer es que se ha empezado a trabajar en el reconocimiento de las fosas comunes, y a la verificación de las personas asesinadas. Hay mucha faena, pero parece que se cuenta, eso sí sin acritud, con el apoyo de algunas entidades de la Junta, la misma que daba un apoyo determinante a la película de Antonio Gozalo, "Una pasión singular (Blas Infante)", para hacer que a continuación pasara lo más desapercibida posible, hasta el punto que ni tan siquiera se ha editado en DVD a pesar de contar con una cierto presupuesto, con actores conocidos, y con una cierta entidad fílmica.
El otro es que se editado por la Red un libro de título inequívoco: "La represión militar en La Puebla de Cazalla, 1936-1943", obra minuciosa de José Mª García Márquez, que ha contado con el sostén de la Fundación de Estudios Andaluces. Se trata de un trabajo que alcanza todo lo que hoy es posible alcanzar contando con la base de los documentos de los vencedores (de los otros no hay ni una miserable carta), y con el testimonio oral de los familiares. Es un esfuerzo que corona el empeño de muchos familiares en no resignarse, en la vía creada por los historiadores que ya han efectuado una primera exposición del avance de las tropas franquistas por Andalucía, y también el interés de unas nuevas generaciones que parecen haber superado el trauma derivado de las jornadas de terror. García Márquez cuenta lo que significó la República para un pueblo que vivía del campo y cuyas tierras estaban en unas pocas manos, los llamados “días rojos” que siguieron a la sublevación, y todo lo que vino después.
Esto hasta donde es posible dado el saqueo de buena parte de las fuentes primordiales, y del hecho de que –insisto- los únicos testimonios escritos fueron los de ejército ocupante…Digo ejército ocupante porque lo que sucedió no fue una guerra civil en el sentido clásico, sino una rebelión del ejército colonial que tras asesinar a los mandos leales a la República trató de ocupar su propio país utilizando los métodos de la guerra colonial aplicados en la campaña de Marruecos más los métodos de la “revolución fascista”… Pero aún y así, con sus propios papeles, y con los recuerdos de supervivientes y familiares, el libro ofrece un cuadro que no permite ninguna duda. La República en La Puebla fue asesinada, y culpada de “desmanes” que no había cometido.
La magnitud del crimen resulta también un añadido fundamental al del tiempo, para comprender tantos años de silencio. Todo es demasiado fuerte, demasiado horrible, para entrar en una revisión a tumba abierta, para depurar todas las responsabilidades sobre todo porque los cuerpos que fueron los principales responsables dejaron claro en la Transición cual eran sus límites, y se mantuvieron al margen de la Constitución, depositando su confianza no en las Cortes, sino en el rey. Sería quizás por eso que alguien como el último Octavio Paz llegara a decir que, al final de todo, la guerra civil la había ganado la monarquía. Quizás esto explique que las libertades significaran más silencio, mucho más silencio que el se pudo dar en la última fase del antifranquismo.
Para los que, aunque sea indirectamente, hemos vivido de cerca esta historia, la lectura del libro de García Márquez es como una suerte de operación con una memoria sangrante al tiempo que nos reconforta saber que, aunque tarde, ya ha empezado el reconocimiento con una deuda con el pasado y con el presente, porque en no poca medida todavía estamos allí. Es también un ejercicio necesario para contrarrestar los sentimientos de asco y de odio, primero porque el tiempo lo maleado todo, y segundo porque estos sentimientos no nos hacen mejores. Quizás la mejor venganza sea recuperar la memoria viva de los que lucharon y murieron por nosotros, de recuperar lo mejor de su ejemplo, amén de tratar de ser lo más diferente posible de aquellos cuatro generales que durante muchos años dieron nombre a nuestras calles y avenidas, y colonizaron nuestra historia.
Por otro lado, es una lectura que nos permite entender algunos temas que son parte del debate histórico. Los que murieron querían otra España a la que habían sufrido, los que mataron fueron peones de una contrarrevolución.
Y allí se quedaron, con uniformes, para que nadie olvidara.
(Kaos en la Red. 4 / 07 / 08)