Era una deuda pendiente. Seguramente lo será siempre porque el tiempo va sumando día tras día los intereses de un plazo ya vencido, aunque nos queda intentar, sin dejar sitio al cansancio ni al engañoso transcurrir del tiempo, que no sigan sumando réditos a la memoria que nos usurparon.
Contaba mi abuela que la tarde del 17 de julio del año 36, los veía pasar por la Avenida de Gipuzkoa, allá en Errotxapea, camino de Iruñea; un desfilar más numeroso cada vez, de camisas azules y boinas rojas, y ella asomándose apenas al balcón pequeñito, preguntándose, con la inquietud ya teñida de miedo, para qué vienen, qué está pasando, qué están preparando. Ni los peores presentimientos acertaron a imaginar que preparaban el futuro; el suyo y aún el nuestro. Un futuro de miedo, de humillaciones, de muerte; de terror, de intolerancia, de imposiciones y de impunidad. Hace 72 largos años, y hoy todavía es entonces para la Memoria y para la Historia.
Porque el franquismo nos dejó la peor de las herencias, que no es sólo aquel «atado y bien atado» con el que el genocida aseguró la pervivencia de los suyos. La peor es el miedo, la vergüenza, la culpabilidad y el olvido que tan bien supo sembrar. Tan bien lo hizo que quisimos homenajear a los asesinados en Nafarroa, y lo hicimos, pero pagando el alto precio de despojarles de sus convicciones, de su militancia, de su compromiso. Oímos decir una y otra vez que «no habían hecho nada», como si el hacerlo no fuera legítimo. Como si sus reivindicaciones, su lucha, su ideología fueran «nada» cuando fueron todo y con la vida que les quitaron lo pagaron. Les despojamos hasta de sus asesinos, porque había un miedo latente a señalar.
Había que volver a Sartaguda. Era una deuda pendiente con 3.400 hombres y mujeres. Había que volver porque todos ellos fueron y son mucho más que un nombre esculpido en un muro, mucho más que unos huesos a veces rescatados y otras todavía no. Fueron el futuro que mataron y que no hemos podido o no hemos sabido recuperar. La derecha no reparó entonces ni en sangre ni en fuego para recobrar los privilegios perdidos y para asegurarse de no perderlos nunca más. Ostentó después todas las prebendas de los vencedores y cuando a la muerte del dictador se dijeron demócratas, los vencidos, aún prisioneros de la humillación de la culpabilidad inculcada, asintieron, olvidaron y callaron. Hoy, desdeña a los asesinados y defiende las señas y símbolos de sus asesinos. Y cada vez que se llaman demócratas, nos exigen olvido, y hay quién se lo otorga. Y cada vez que se llaman demócratas, nos exigen impunidad. Y hay quien se la concede. Y para la persecución de hoy, reclaman cómplices, y hay quien accede.
En Sartaguda, una pared humilde y firme, como los hombres y mujeres que la llenan con sus nombres, nos cuenta cómo se llamaban, de dónde eran y cuándo los mataron. Pero también quiénes fueron, por qué los mataron y quién los asesinó. Y si leemos bien, también pregunta. Pregunta por qué hemos reclamado sus huesos pero no sus vidas.
(Gara. 20 / 07 / 08)