martes, junio 28, 2011

LA DICTADURA EMPIEZA A PAGAR

Un tribunal de Buenos Aires comenzó el pasado martes a escuchar el alegato final de los abogados de los siete militares acusados de la desaparición de un matrimonio español durante la dictadura argentina (1976-1983). Se llamaban Luis Miguel Díaz Salazar y Esther Gersberg. Eran obreros de una fábrica textil, comunistas, y el día de su secuestro, el 21 de julio de 1978, estaban pintando el piso porteño al que se habían mudado porque Esther se encontraba ya embarazada de ocho meses e iban a necesitar espacio.

Luis y Esther fueron a parar a El Vesubio, uno de los centros clandestinos de detención a las afueras de la capital. A ella la torturaron tanto que, según algunos testimonios, sus gritos tronaron por todo el recinto. Le dejaron los músculos tan agarrotados que, al salir de la sala de tormentos, explicó a una compañera de infortunio que sabía que su bebé estaba muerto.

Este matrimonio es de los pocos casos de españoles desaparecidos en Argentina a los que se hace justicia después de décadas de impunidad. En total, 576 españoles fueron víctimas del terrorismo de Estado, según el juez Baltasar Garzón. Hasta ahora, los tribunales solo han condenado a prisión perpetua a los responsables de la muerte de tres de ellos, Celia López Alonso, Salvador Arestín y Gustavo Chavarino. EL PAÍS ha reconstruido la historia de españoles cuyos casos han sido juzgados o están a punto de ser resueltos, y lo ha hecho a partir de la memoria de sus parientes.

Sara Gersberg es la hermana de Esther. Cuando esta desapareció, relata, ya llevaba algún tiempo alejada de la familia. Ella y su compañero, de 23 y 24 años, respectivamente, militaban en Vanguardia Comunista, grupo de raíz maoísta que admitía el uso de las armas. Esther se convirtió en española al casarse con Luis, que era de Ayamonte (Huelva) y que emigró a Argentina con su familia en busca de una vida mejor. “Los dos estaban llenos de ideales y llegaron hasta ahí…”, concluye Sara, que ignora que el responsable principal de El Vesubio, Pedro Durán Sáenz, ha muerto esta misma semana, a los 76 años de edad, antes de conocer su sentencia.

No ha corrido la misma suerte el exsuboficial de la Fuerza Aérea Gabriel Molina, responsable de la tortura y desaparición del vasco Salvador Arestín, que purga su condena desde hace ya un año. Un tribunal de Mar del Plata lo declaró culpable de dos asesinatos, tres violaciones y 36 casos de desapariciones, además de otros por torturas.

Arestín era un abogado de 28 años, casado y con dos hijos. Había nacido en Rentería en 1948, hijo de una familia gallega. Su padre era pescador y en 1950 llevó a toda su familia a la Patagonia. Buscaba un mejor trabajo. Acabó en Mar del Plata, donde Salvador estudió Derecho.

“Mi hermano tenía simpatía por el PRT, brazo político de una de las dos guerrillas argentinas más importantes de los setenta, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)”, explica Pilar. “Discutía de política en la facultad, y un compañero suyo, Eduardo Cincotta, de la Concentración Nacional Universitaria , lo denunció a cambio de prebendas”. Cincotta murió en 2009 después de haber sido detenido por su responsabilidad en la llamada Noche de las Corbatas, una jornada siniestra en la que desaparecieron, además de Salvador, otros seis jóvenes abogados de Mar del Plata.

Después de que Salvador fuera secuestrado, el 6 de julio de 1977, Pilar y su padre acudieron a la policía, a la justicia, al consulado español en Buenos Aires y a la nunciatura apostólica. “Nadie nos ayudó. En 1978 vino a Argentina el rey Juan Carlos y recibió a los familiares de desaparecidos. Nos dijo que tuviéramos paciencia… Paciencia nos sobró”, se queja Pilar.

Poco después del retorno de la democracia, un 1 de noviembre, el padre de Salvador recibió una llamada anónima. “Le dijeron: ‘Hoy es el Día de los Muertos. ¡Usted debería estar tirando flores al mar, donde arrojamos al hijo de puta de su hijo!”. El padre de Salvador murió el año pasado, cuando ya había cumplido 89. “No me satisface la condena”, se rebela Pilar. “No se condenó al que lo secuestró, ni al que lo entregó, ni al que dio la orden, ni al que lo mató”.

Otro caso es el del melillense Gustavo Chavarino. Ni sus padres ni sus hermanos supieron que los verdugos habían sido condenados en diciembre pasado. Para entonces, todos habían muerto, llevándose el dolor a la tumba. Es su sobrina Yamila, que tenía dos años cuando desapareció su tío, quien recuerda la historia familiar. Chavarino había nacido en 1948 y al poco tiempo su familia se marchó a Buenos Aires. El padre era maestro, y la madre, ama de casa. “Eran parientes de Ramón Cereijo, ministro de Hacienda de Perón”, relata Yamila. Gustavo trabajó como técnico mecánico en la Dirección de Vialidad de Argentina, donde sus compañeros lo eligieron delegado sindical. “Militaba en la JP “, cuenta Yamila. En agosto de 1976, agentes de seguridad lo fueron a buscar a su trabajo y a su casa, pero no lo hallaron. “Durante mucho tiempo vivió escondido”, cuenta Yamila. “Un día no aguantó más. Salió a repartir panfletos y lo agarraron”. Era el 18 de noviembre de 1977. Gustavo tenía 29 años.

Los padres de Yamila pensaron en volver a España, aunque al final desistieron. “Vivíamos encerrados, no hablábamos con nadie. A mí me daba miedo la policía. Mi abuelo no quería hablar del tema y mi abuela lloraba, quería volver a España”, explica.

Se sabe que Chavarino estuvo detenido en los centros de tortura Atlético y Banco. Su caso fue incluido en el juicio por todos los asesinatos, desapariciones, secuestros y torturas que ocurrieron allí, y en el campo Olimpo, por el que un tribunal de Buenos Aires condenó a cadena perpetua a ocho integrantes de las fuerzas de seguridad: Samuel Miara, Raúl González, Eduardo Kalinec, Eufemio Uballes, Luis Donocik, Óscar Rolón, Julio Simón y Ricardo Taddei.

En octubre de 2009, otro tribunal porteño había fallado también contra el exgeneral de brigada Jorge Olivera Róvere, responsable de la desaparición de la catalana Celia López Alonso, que tenía 39 años cuando desapareció y que era artista plástica, delegada sindical en el Banco Español del Río de la Plata y militante del PRT. Su verdugo fue considerado culpable de otras 115 desapariciones y cuatro asesinatos.

Un sobrino de Celia López Alonso, Javier Tisera, recuerda que los padres de Celia, nacionalistas vascos, huyeron de los bombardeos de Bilbao en la Guerra Civil. Se asentaron en Barcelona, donde nació Celia en 1937. Su padre acabó en un campo de concentración en Francia, pero en 1953 reunió a la familia y consiguió marchar a Argentina “buscando aires de libertad”. Se instalaron en San Nicolás (240 kilómetros al norte de Buenos Aires).

Tiempo después, Celia se trasladó a la capital argentina para estudiar bellas artes. Allí entró en el PRT. Un día antes de que la secuestraran, una mujer de su familia le ofreció ayuda para exiliarse: “Si querés, te cruzamos a Uruguay”, le propuso. “Todavía no se meten con nosotros”, le respondió Celia.

Otro catalán, Manuel Coley, también delegado sindical de una fábrica de vidrio de Berazategui, suburbio de Buenos Aires, fue igualmente torturado y asesinado. Su cuerpo, sin embargo, es el único de un español desaparecido en Argentina que ha sido recuperado. Cuando murió tenía 42 años y tres hijos. Su caso está pendiente de juicio. Coley había nacido en 1934 en Barcelona. Su padre era un miliciano anarquista que acabó en un campo de concentración en Francia. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, se quedó a vivir allí. La madre de Coley, que estaba sola en España, con dos hijos, decidió en 1950 llevárselos a Argentina, donde un primo suyo cocinaba en un hotel y le ofrecía trabajo. Se radicaron en Quilmes, en el Gran Buenos Aires.

Manuel, recuerda su viuda, Alcira Juárez, “se puso a trabajar apenas llegó a Argentina. Era un trotamundos, enamorado de este país”. “Mi papá era rebelde”, asegura su hija María Marta, militante kirchnerista. “Si le daban demasiadas órdenes en un trabajo, se iba”, añade. Manuel acabó trabajando en una fábrica de vidrio, donde comenzó su actividad sindical y donde entró en el PRT. En 1975 intervino en una huelga de ocho días en demanda de subidas salariales. La patronal torció el brazo, pero el 20 de marzo de 1976, cuatro días antes del golpe militar, despidió a Manuel y a 400 empleados más. El 27 de octubre de aquel año, agentes de inteligencia del Ejército irrumpieron en su casa y le llevaron detenido. Revisando su biblioteca, un militar le preguntó a María Marta, que tenía entonces 11 años, si había leído Pedagogía del oprimido, de Paulo Freire.

La esposa de Coley fue una de las mujeres que comenzó a protestar en la plaza de Mayo, tras el fracaso del hábeas corpus que presentó ante la justicia con ayuda del entonces obispo de Quilmes, Jorge Novak, y de la Embajada de España. En 2006, el Equipo Argentino de Antropología Forense encontró cuerpos enterrados sin identificar en un cementerio bonaerense, y mediante pruebas de ADN, en noviembre de 2009, un juez certificó que uno de ellos correspondía a Manuel. “Voy a tirar las cenizas al Río de la Plata para que vuelva a su lugar tan querido”, cuenta Alcira, que todavía las guarda junto a ella. “Son cosas que hay que preparar bien”.

Los casos de los españoles, como los de otros muchos desaparecidos, se han visto afectados por los retrasos en los juicios desde aquella primera etapa del Gobierno de Raúl Alfonsín en que se juzgó solo a los jerarcas del régimen; el posterior indulto a los condenados, acordado por Carlos Menem, y la nulidad de ese perdón promovida por el Gobierno de Néstor Kirchner, que ha permitido reanudar los juicios. Aunque ha pasado mucho tiempo, empieza a hacerse justicia.

(El Pais. 26 / 06 / 2011)