Dos de la mañana del 15 de agosto de 1936. Un grupo de falangistas 
aporrea la puerta de una casa en Larraga (Navarra). “¡O abres o la 
tiramos abajo!”, gritan. Paulina Yoldi, esposa de Vicente Lamberto y 
madre de Maravillas (14 años), Pilar (10) y Josefina (7), abre. Los 
falangistas suben hasta el dormitorio y ordenan a Vicente que se vista y
 les acompañe. “Maravillas pidió ir con él. Y ya no les volvimos a ver”,
 relata Josefina. A la mañana siguiente, cuando fueron a llevarles el 
desayuno al Ayuntamiento, cuyo sótano se usaba entonces como cárcel, los
 falangistas les dijeron que ya no estaban allí. Y los vecinos —el 
consistorio estaba rodeado de casas, ventanas y ojos que lo vieron 
todo—, que los habían metido en un camión a primera hora y que 
Maravillas lloraba sin parar, con la ropa destrozada. “Al llegar al 
Ayuntamiento, a mi padre lo habían mandado al calabozo, pero a mi 
hermana la habían subido a la secretaría. Y allí la violaron”.
Josefina, que en marzo cumple 85 años, se levantó ayer a las cinco de
 la mañana para tomar un tren de Pamplona a Madrid y entregar en el 
consulado argentino un escrito con la historia de ese crimen atroz. 
Quiere que se incorpore a la única causa abierta en el mundo contra los 
crímenes del franquismo, la de Buenos Aires.
“A mi hermana la encontraron muerta, desnuda en un descampado, unos 
campesinos. Los perros la habían mordido y los campesinos le echaron 
gasolina y la quemaron. Varios de ellos me ayudaron años después a 
conseguir su certificado de defunción gracias a que contaron lo que 
habían visto en un juzgado de Estella”, recuerda. “A mi padre sí lo 
enterraron, pero por más que buscamos la fosa en el sitio que nos dijo 
un testigo, no dimos con ella”.
Josefina piensa en su último momento de felicidad. Fue hace casi 80 
años. “Mi padre volvía del campo y yo salía a buscarle al camino. Me 
cogía de las manos y me subía a la yegua, que también nos quitaron tras 
matarle”.
La vida entera se torció para Josefina y su familia a partir del 16 
de agosto de 1936. “Mi madre se puso a servir en la casa de un militar 
que no quería niños, así que a mi hermana y a mí nos dejó con otra 
familia que tenía una chica con síndrome de Down, a la que cuidábamos. A
 mi madre solo la veíamos los domingos”. Entonces no sabían dónde habían
 ido a parar. “Años después, vecinos del pueblo nos dijeron que uno de 
los hijos de aquella familia había violado a Maravillas”.
Paulina decidió probar suerte en Pamplona, donde ganaba unas pesetas 
cosiendo sacos de cemento. “Dormíamos las tres en un cuarto. Yo en los 
pies de la cama, y mi madre y mi hermana Pilar en la cabecera. Cuando no
 teníamos dinero, dormíamos en las escaleras. Para comer íbamos a un 
comedor social. Nos hacían cantar el Cara al sol antes de darnos la comida”.
Un día, el Ayuntamiento les reclamó pagos atrasados de la 
contribución de la casa de Larraga. “Mi madre y yo fuimos en tren de 
Pamplona a Tafalla y andando hasta Larraga, a 19 kilómetros. Lo recuerdo 
como si fuera hoy. Cada poco yo, que tenía 8 años, le preguntaba a mi 
madre cuánto faltaba. Ella decía: ‘¿Ves aquella lucecita? Allí’. Pero 
pasamos una lucecita y otra y otra y nunca llegábamos. Caminamos toda la
 madrugada. Cuando llegamos, nos encontramos un baúl con nuestras cosas 
en la calle. Lo habían sacado todo de la casa”.
Con 21 años, Josefina tomó una decisión de la que sigue 
arrepintiéndose. “Me hice monja porque quería trabajar con niños, que 
ninguno sufriera lo que yo. Mi madre nunca lo entendió. Ella culpaba a 
la Iglesia de la muerte de mi padre y mi hermana porque en el pueblo 
decían que habían sido los curas los que habían hecho una lista de 
rojos. A mi padre lo mataron porque era de UGT y por no ir a misa. Y a 
mi hermana porque quiso ir con él”.
Pilar llamó a Josefina cuando Paulina enfermó. Su madre quería 
despedirse, hacer las paces. “Pero las monjas me habían mandado a 
Pakistán y no llegué a tiempo. Me hubiera gustado pedirle perdón y 
decirle que tenía razón, porque las monjas me hicieron sufrir muchísimo.
 Me tenían de esclava, siempre fregando. Fueron crueles conmigo. Cuando a
 finales de los setenta empezaron las primeras exhumaciones y yo salía 
todos los días, haciendo autostop a buscar la fosa de mi padre, me lo 
prohibieron. ‘Algo habría hecho tu padre’, me dijeron”.
Josefina pasó 46 años en aquella orden. Hace 16 dejó de ser monja. 
“Ahora ya no voy a misa, no creo en nada. He llorado mucho, he sufrido 
mucho, pero aquí estoy”, relata esta mujer valiente que confiesa que 
hizo su primer amigo hace cinco años, cuando la invitaron a formar parte
 de la Asociación de Familiares de Fusilados y Desaparecidos en Navarra.
(El Pais. 30 / 01 / 2013) 


 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
