viernes, octubre 21, 2011

"PRISIONEROS EN EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE ORDUÑA (1937-1939)". Libro de Joseba Egiguren de reciente publicación

Alrededor de 50.000 prisioneros de guerra republicanos –muchos de ellos, gudaris– fueron recluidos en condiciones deplorables en el campo de concentración que el régimen franquista estableció entre 1937 y 1939 en el colegio de los PP. Jesuitas de Orduña (Bizkaia), curiosamente el mismo centro donde años antes había estudiado el lehendakari José Antonio Agirre. Habían perdido la guerra y estaban a merced del enemigo, sometidos a un trato inhumano que se sustentó en el hambre, el hacinamiento, la humillación y la brutalidad de los guardianes. Además, y por si fuera poco, fueron obligados a trabajar como esclavos en numerosas obras públicas y privadas locales. "Prisioneros en el campo de concentración de Orduña (1937-1939)" es el primer trabajo de investigación sobre este episodio histórico silenciado durante 75 años, en el que el periodista Joseba Egiguren combina con maestría y rigor documentos civiles y militares, con los estremecedores testimonios de los últimos ex prisioneros del campo de concentración de Orduña.

La Guerra Civil gestó su propio infierno en Orduña

La ciudad vizcaína albergó un campo de concentración por el que pasaron 50.000 perdedores de la contienda.
Fue una de las 188 'casas del terror' que tenía el bando franquista para reprimir al republicano

«Me cogieron en el frente de Aragón y padecí los rigores de cuatro campos de concentración y siete prisiones, pero Orduña fue el más cruel e inhumano de todos ellos». Un enclave tan idílico como el entorno de la única ciudad de Bizkaia hace difícil pensar que hace 74 años no estaba lejos del infierno. Tàrio Rubio es uno de los 50.000 prisioneros que pasaron por el centro de reclusión del municipio. Y uno de los nueve protagonistas que con sus recuerdos han colaborado con Joseba Egiguren, autor del libro 'Prisioneros en el campo de concentración de Orduña (1937-1939)'.

Durante 27 largos meses las escuelas de los jesuitas en la localidad vieron pasar por sus instalaciones a miles de perdedores de la guerra, en su mayoría guradis y milicianos catalanes. Un pedazo de historia apenas conocida pero que marcó a fuego la vida de quienes allí estuvieron encerrados.

«Orduña no es Auschwitz», aclara el periodista afincado en la ciudad. No era un campo de exterminio como los que promovió la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial. Prueba de ello es que hay 24 muertes confirmadas -se calcula que son más- en el período que estuvo en funcionamiento. Llegó a tener cinco nombres diferentes -campo de prisioneros y evadidos, campo de concentración de prisioneros de guerra&hellip- pero una sola esencia. Y el cambio de denominación apenas tenía efecto en la población local, que se refería a él como «la prisión». Fue un recinto de confinamiento, clasificación y reeducación con una capacidad para 5.000 personas, un primer peldaño en el entramado de 'casas del terror' -188- que estableció el régimen durante la contienda.

Tras sus puertas, los internos permanecían en torno a un mes hasta que se decidía su destino. «El peor mes de mi vida», aporta al relato Carmelo Martínez, otro de los prisioneros. Y es que pese a que la muerte no aguardaba a la vuelta de la esquina, el «trato inhumano» de los vigilantes, señala el escritor, el frío y el hambre, no son fáciles de olvidar. Prisioneros y esclavos Después de su paso por el campo de concentración, algunos republicanos eran asesinados, otros trasladados y gran parte de ellos utilizados como «esclavos» del Ayuntamiento y la Diputación. De hecho, el monumento a la virgen de la Antigua en el monte Txarlazo fue reconstruido por una de estas 'brigadas de trabajo'.

Para Egiguren, se trata de «uno de los episodios menos investigados» de la contienda. La escasa documentación encontrada tan solo sirve de guía para hacerse una idea de las vivencias que guardan las paredes del centro docente, un rincón maldito para decenas de miles de personas como los nueve protagonistas del libro quienes, a la pregunta de si alguna vez volverían a Orduña, dan una respuesta unánime: «Nunca».