domingo, septiembre 11, 2011

LA BATALLA DE DONOSTIA

“Cuando entramos en San Sebastián, oímos tiros, y era que ya estaban tomando el casino; entramos y vamos en esa dirección. Pero para cuando llegamos a la Parte Vieja era de noche. Todo estaba desierto; el casino ya estaba tomado. Faltaba el Hotel María Cristina”. Este fue el comienzo del peligroso episodio que vivió en primera persona el comunista Mateo Balbuena tan pronto como alcanzó la capital guipuzcoana el 22 de julio de 1936. Mateo era un voluntario más que se había unido en Bilbao a una columna que partió en auxilio de los republicanos de la capital donostiarra.

“Precisamente en el casino hicimos noche. Dormimos allí, al lado de cadáveres de ellos y cadáveres de soldados. Estaban sueltos, caídos en las posiciones que ocupaban; ahí habían quedado”, señala Balbuena. No en vano, por aquellos días la capital guipuzcoana estaba sumida en una lucha encarnizada por su dominio: era la batalla de Donostia. Militares llegados de los cuarteles de Loiola, así como policías y voluntarios falangistas, pretendían tomar la ciudad atrincherándose en emblemáticos edificios como el casino –actual ayuntamiento– o el hotel María Cristina. Enfrente tenían a los defensores republicanos, civiles y guardias de Asalto, que resistían con más ímpetu que armamento.

A los leales a la democracia aún les faltaba apoderarse de dos puntos estratégicos en manos franquistas: los cuarteles de Loiola y el hotel María Cristina. Por ello, el 23 de julio luchaban con denuedo desde el teatro Victoria Eugenia contra los atrincherados en el hotel. “En una de las salidas al descubierto con otros, me tumbé para poder mirar mejor y tirar. Estábamos batidos por una ametralladora, pero sobre todo por fusiles. El combate era, digamos, a ciegas, porque, pese a estar a unos veinte metros, se veía muy difícilmente”, describe el nonagenario Balbuena. Los enfrentamientos eran incesantes, de todo tipo: “Y hubo un intento por parte nuestra: una camioneta en forma de blindado había aparecido por allí y enseguida se llenó de gente: a embestir el hotel… Se acercó a las ventanas, pero allí quedó destrozado, y los otros muertos al lado… ¡Y yo que estuve por entrar! ¡Pero no pude por los empujones! Por el entusiasmo de los voluntarios”.

El viejo luchador recuerda con nitidez cómo finalmente los sublevados se rindieron: “Y entonces es cuando ya entramos allí; instintivamente, o no sé si alguien da la orden, y ya con ímpetu a invadir el hotel. La entrada fue caótica. Al entrar me encuentro con un señor ya de edad, que va tapado, y otro que le arropa; que el otro no sé si iba vestido de militar… Me encaro: ¡Usted!. Y el otro me dice: Es uno de ustedes, que va herido. Y al decir esto, pues le dejé… Que a mí me extrañó aquello… Y luego resulta que era un jefe militar. Claro, ¡camuflado!”.

Fueron decenas las vidas que quedaron en el asfalto, pero gracias a ellas la capital guipuzcoana había quedado despejada de núcleos insurrectos.


la batalla final

Los cuarteles se rinden

No obstante, todavía quedaban en poder de los sediciosos los cuarteles de Loiola, bastión que a todas luces parecía inexpugnable. En la mañana del 24 de julio, Balbuena partió hacia los aledaños de los cuarteles, a Polloe concretamente: “Recibimos una ayuda de un pelotón de soldados al frente de unos cañones del siete y medio, que, por cierto, fueron silenciados inmediatamente por los de ellos: averiaron el cañón; no sé si hubo dos o tres soldados muertos”.

A diferencia de Balbuena, el vizcaíno Gaspar Álvarez, había entrado en la Bella Easo por aquellos días en un camión de abastecimiento: “Llegábamos a la Brecha, a la Pescadería, y nos llevábamos todo lo que cogían. Volvíamos a Ondarroa y otra vez a San Sebastián. Primeramente, nos daban un paquete con comida. ¡Estaba muy organizado! Pero no era una cosa estable; íbamos a comer algo al hotel Central”.

Efectivamente, las milicias habían requisado el hotel y organizado comedores populares que servían hasta 6.000 comidas diarias. “Vimos allí a Jesús Larrañaga, diputado comunista. Estaba organizando aquello, con un fusil colgado: ¡Venga! –pegó unos txalos–. ¡Venga! ¡Los que tengan armas largas que se presenten enseguida!. Larrañaga agarró a los que estaban con fusil y: ¡Venga! ¡Al frente!. Creo que para Loiola. Claro, estaba la cosa peliaguda, ¡todavía sin dominar!”. Finalmente, tras días de asedio, el 28 por la mañana, los alzados enarbolaron la bandera blanca. Donostia había pagado muy cara su lealtad a las libertades. El cónsul francés en la capital daba la cifra de “entre 150 y 200 víctimas” debido a los combates.

Donostia republicana

Libre por poco tiempo

La capital guipuzcoana se había defendido con uñas y dientes, aunque por poco tiempo. El 5 de septiembre los franquistas ocuparon Irun. Cortada la frontera, los republicanos perdieron la puerta de oro a Europa. La apisonadora bélica golpista, pese a las obstinadas defensas leales, arrasó Gipuzkoa en pocos días. Y Donostia no fue la excepción. Viendo que el día 12 los golpistas se hallaban próximos, la Junta de Defensa de San Sebastián, en una reunión celebrada al mediodía en la Diputación, discutió acerca de la necesidad de defender la ciudad o abandonarla. Socialistas y republicanos se inclinaron por la evacuación. Anarquistas y nacionalistas, en cambio, se oponían a su abandono. Los libertarios pretendían defenderla “como fuese”, mientras que los nacionalistas deseaban evitar su destrucción.

Al final, se tomó la decisión de partir hacia Bilbao y, a las cinco de la tarde, se dio comienzo a la evacuación de la población. El éxodo fue, según el historiador Iñaki Egaña, masivo: en Amara Viejo, cerca del 85% de los vecinos huyó; en Egia, el 75%; en Ulia y Sagüés, el 60%; en la Parte Vieja, el 55%; y en Gros, el 52%.

13 de septiembre

Cae Donostia

Fatídica jornada para los republicanos, ya que los rebeldes tomaron Errenteria y Pasaia. Se encontraban a las puertas de la capital: la orden franquista era tomar las alturas circundantes, pero una de las compañías, sin órdenes específicas, se adelantó y entró en la Bella Easo. Así se describe la toma en una obra de Carmelo Revilla sobre el general golpista Mola: “Las doce menos diez. Las doce menos cinco. Las doce. Van entrando por la calle de Miracruz los Requetés de Artajona, a cuyo mando viene el Capitán Ureta. (…) Son las doce y cinco. (…) Los requetés acaban de entrar, están cruzando el puente de Santa Catalina. En ese instante tiene lugar la última fuga. Los dirigentes nacionalistas que habían quedado aún en el Palacio de la Diputación bajan presurosos las escaleras y toman los cuatro o cinco coches que desde la primera hora de la mañana se hallan esperando. Jadean los motores, acelerados con la prisa del instante. Por la calle de Andía, disparados a una velocidad fantástica, corren hacia El Antiguo antes de que cierren la carretera de Bilbao”.


Tras alcanzar la Diputación colocan la bandera bicolor. Dicha toma, como apunta el historiador Julio Aróstegui, “da lugar a ciertas fantasías”, en referencia al mito de los 40 de Artajona. Según las investigaciones de Ángel Lasala, “no eran más que 25 y en la Compañía de Ureta había requetés de otras provincias”. También de Mendigorria y Larraga.

La captura de la capital supuso un gran revulsivo para los sublevados, que reprimieron con dureza a la población: casi 400 donostiarras serían ejecutados en los siguientes años. La ciudad pagó cara, muy cara, la defensa de las libertades.

(Noticias de Gipuzkoa. 11 / 09 / 2011)