En cualquier crimen, los familiares de la víctima necesitan recuperar el cuerpo y saber cómo fueron las últimas horas de su ser querido: si lo torturaron, es decir, si sufrió; si murió solo, qué arma usaron los asesinos... En los crímenes del franquismo no es distinto. Ancianos de 80 o 90 años piden a los forenses presentes en las exhumaciones que entre la maraña de esqueletos de una fosa común les digan cuál es su padre, y que les cuenten si lo arrojaron vivo a la fosa y después lo mataron, o si lo fusilaron en otro lugar y lo arrastraron hasta allí; si le dispararon de frente o de espaldas...
En los últimos 11 años, se han exhumado de forma científica, con forenses, arqueólogos y antropólogos —con ayudas económicas del Gobierno y sin ellas— cerca de 300 fosas de las que se han recuperado los restos de más de 5.500 víctimas. Al término de cada exhumación esos forenses elaboran exhaustivos informes —alguno de más de 500 páginas—, en los que reconstruyen los crímenes del franquismo. Ningún juez se los ha pedido, pero tienen la forma y el estilo del documento pericial que se aportaría a cualquier juicio. “Si mañana nos los reclamara Baltasar Garzón, que creo que era lo que iba a hacer cuando pararon su investigación”, explica el forense Francisco Etxeberria, “llenaríamos una camioneta entera”.
Con Garzón recién juzgado por haber intentado investigar los crímenes del franquismo, esos informes son, para los familiares de las víctimas lo más parecido a un reconocimiento oficial; el consuelo de saber la verdad frente a décadas de incertidumbre preguntándose dónde estaba el desaparecido y cómo habrían sido sus últimas horas. Muchos no tenían siquiera un certificado de defunción, o si lo tenían era un papel al que no podían dar credibilidad. “En la causa de la muerte se decía ‘hecho de guerra’ y muchos se preguntaban: ‘¿cómo que causa de guerra si mi madre nunca fue a la guerra?”, explica Etxeberria.
Esos informes han servido, además, para “dejar al descubierto una evidencia que contradice la tendencia revisionista que pretendía atemperar la represión franquista”, afirman la osteoarqueóloga Lourdes Herrasti y el arqueólogo J.M. Jiménez Sánchez. No eran exageraciones. 5.500 esqueletos con el cráneo agujereado por una bala lo prueban. Tras cada exhumación, el equipo denuncia la aparición de restos humanos con signos de muerte violenta al juzgado de la zona, pero los jueces, salvo alguna excepción, no van a la fosa.
EL PAÍS ha repasado con el forense que más exhumaciones ha realizado, Francisco Etxeberria, esos atestados del horror que fosa a fosa, pueblo a pueblo, atestiguan un plan de exterminio. Concluyen siempre igual: “muerte violenta de tipo homicida desde el punto de vista médico legal...”.
Dónde mataban. La mayoría de las fosas abiertas (el 95%) no están en el frente de guerra, sino en la retaguardia, y quienes yacen en ellas no son combatientes, sino civiles ejecutados sin juicio. “Solían escoger terrenos blandos, fáciles y apartados”, explica Etxeberria. A veces se utilizaban estructuras previas como pozos (Arucas) minas, simas u hornos de cal para arrojar los cuerpos.
La forma más repetida es la rectangular. Los pistoleros economizaban el espacio. La de Valdediós (Asturias) abierta en 2003, escondía en ocho metros de largo por 60 centimetros de ancho, a 17 fusilados, entre ellas, 11 mujeres. En Gumiel de Izán (Burgos), los asesinos, previsores, cavaron una gran zanja de 30 metros con la intención de ir rellenándola poco a poco. Allí arrojaron 59 cuerpos y todavía les quedaron diez metros libres.
Algunas veces, como en Villanueva de la Vera (Cáceres), los falangistas obligaban a sus víctimas a cavar su propia fosa antes de morir. También es frecuente que forzaran a pastores o vecinos a cavar la zanja amenazándoles con tirarlos a la misma si desobedecían. Así ocurrió en la fosa de Puebla de Don Rodrigo, (Ciudad Real) o en Berlanga de Roa (Burgos), donde la disposición alineada de las cinco víctimas y el hecho de que un padre y su hijo estuvieran colocados juntos, indica que no fueron enterrados por sus verdugos, sino por algún vecino que conocía a las víctimas y tuvo más consideración.
Quiénes morían. El 90% de las víctimas exhumadas tenía entre 20 y 45 años, aunque se han recuperado esqueletos de niños de 14 y de personas de más de 70. El 5% de esos más de 5.500 cuerpos corresponden a mujeres. La mayoría de las víctimas eran campesinos, como delatan las albarcas con suelas de caucho de neumático reutilizado o las alpargatas halladas. Predominan los afiliados al partido socialista, anarquista o a sindicatos, los alcaldes y concejales republicanos.
Tiro en la nuca. En más del 80%, el disparo impactó en el cráneo. Los forenses son capaces de determinar si la víctima murió de espaldas o mirando de frente al asesino. “El proyectil salió por la cara. La trayectoria del disparo fue de detrás adelante”, se lee en el informe de una fosa en Ágreda (Soria), con cuatro víctimas. También saben si le apuntaron desde lejos o si pusieron el arma sobre la nuca de la víctima — “a cañón tocante”—, como recoge, entre otros, el informe de la exhumación de siete fusilados en el acuartelamiento de la Brigada Paracaidista en Alcalá de Henares (Madrid).
El arma del crimen. Balas y casquillos hablan del tipo de arma empleada — desde pistolas reglamentarias de la Guardia Civil, con calibre de 9 milímetros, a fusiles, e incluso escopetas de perdigones, que provocaban una muerte lenta y dolorosa— y del momento del asesinato. Si junto a los huesos y las balas aparecen los casquillos, las víctimas murieron en la fosa. “Otras veces no hay casquillos y los esqueletos tienen alguna extremidad extendida, lo que indica que fueron arrastrados por una pierna o brazo hasta la fosa”, explica el forense.
Torturas.Los forenses también pueden determinar si las víctimas fueron torturadas antes de morir. “A veces encontramos fracturas de huesos previas a la muerte: en extremidades, mandíbula, probablemente al golpear con la culata de un fusil...”, relata Etxeberria. En los huesos han quedado también huellas de las condiciones de las cárceles de Franco . “El 100% de los exhumados en la prisión del fuerte de San Cristóbal tenían signos de tuberculosis”.
Tesoros insignificantes. Entre los huesos y las balas, suelen aparecer objetos de las víctimas aparentemente insignificantes, como un peine, un mechero, la montura de unas gafas, un prendedor de pelo... pero que en manos de sus familiares se convierten en auténticos tesoros. “Muchas veces, ese mechero, ese lapicero o esa medallita roñosa es lo único que les queda de esa persona”, explica Etxeberria.
Los objetos de valor rara vez resistían a la muerte de sus propietarios, pues los asesinos solían quedarse con todo. Algunos, sin embargo, sí se fueron a la fosa con sus dueños, como una alianza de boda hallada en La Andaya (Burgos), o las monedas que los ocho integrantes de una saca de la prisión de Burgos se habían escondido en el calcetín. “Aparecieron entre los huesos del pie. Todos igual. Probablemente uno lo hizo para evitar que le robaran el dinero y los demás lo imitaron”, cuenta Exteberria.
Con todo, este forense que también ha participado en la recuperación de víctimas de la dictadura de Pinochet en Chile, y en la exhumación de Salvador Allende, confiesa que lo que más le ha impresionado no son los muertos, sino los que les sobrevivieron. “Cuando los hijos hablan de sus madres, de esa viuda que quedó...Me impactó mucho el testimonio del hijo de un fusilado que nos señaló el lugar exacto de la fosa donde estaba su padre. Había ido al sitio con su madre dos años después de que mataran a su padre para dejar unas flores. Al llegar, les apedrearon los vecinos del pueblo. Tuvieron que escaparse corriendo. Este hombre decía que ese era el recuerdo más triste de su vida”.
(El Pais. 19 / 02 / 2012)