(Concha Carretero)
En la guerra civil, la participación de la mujer republicana fue crucial en muchos niveles sociales y políticos del país, no solo en labores de retaguardia, sino tomando parte activa en la lucha y en el combate contra los sublevados. Participaron en el campo de batalla, en la resistencia clandestina, en las guerrillas armadas y desde el interior de las cárceles.
Contribuyeron valiosamente con su lucha y su constancia para recuperar los derechos que las mujeres habían conseguido en la República y que fueron arrebatados por la dictadura franquista. Conquistas que mejoraron la condición de vida de las mujeres en un duro y largo camino hacia la igualdad entre hombres y mujeres.
Estas mujeres se forjaron sobre la marcha de los acontecimientos, y desarrollaron al mismo tiempo una consciencia de pertenencia a una generación, a un pueblo, a una clase social y a su género, consciencia que les condujo al compromiso político y a la lucha por la libertad y la igualdad.
Con casi 93 años, Concha Carretero es la memoria viva de todo aquello que jamás debió ocurrir. Una mujer con ojos de guerra que sufrió la tortura franquista y compartió prisión con las “Trece Rosas”, pero tuvo más suerte que ellas.
Nació en Hospitalet, Barcelona, en 1918 y por pura casualidad. Su padre, anarquista, fue acusado de atentar contra el rey Alfonso XIII en su boda con Victoria de Battenberg, por lo que tuvo que huir de Madrid y en esa huida su madre se puso de parto. Fue la mediana de tres hermanos.
A los dos años, la familia regresa a Madrid. Su infancia fue especialmente dura. Su padre apareció muerto en la calle y en lugar de ser enterrado, se vendió su cuerpo en pedazos a estudiantes de medicina. Su madre, Gregoria Sanz, trabaja en una portería y un día, limpiando el foso del ascensor, se le cayó éste encima causándole el desprendimiento de un riñón y cayendo gravemente enferma. Así que Concha, con apenas diez años se ve obligada a trabajar para ayudar a la familia. Empezó en una camisería como aprendiz, y después en una churrería, un taller de costura, en el Hospital del Niño Jesús y más tarde en la portería que regentaba su madre, que compaginaba con trabajos de asistenta en varias casas de Madrid.
Al mismo tiempo, se integra en el grupo de teatro “Los Matutanes”, dentro de la asociación cultural “Salud y cultura”, fundada por su hermano Pepe y que recaudaba fondos para vecinos necesitados, convirtiéndose en la actriz protagonista de los montajes del grupo. Llegó incluso a recibir una propuesta para hacer una gira con otra compañía de teatro más importante, pero su hermano se negó a que aceptara el empleo y ahí terminó su carrera como actriz.
Con 14 años y a través de un amigo, que luego sería su novio, se afilia a las MAOC (Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas). Su tarea: vender el periódico de la organización y pegar pasquines. Al disolverse las milicias, pasó a formar parte de las Juventudes Comunistas, que en 1936 se unieron a las Socialistas formando las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), en las que acabó militando.
El inicio de la guerra civil la pilló haciendo ojales en una camisería para la que trabajaba. Al producirse la sublevación fascista, las mujeres de las JSU crean espontáneamente comités de ayuda a milicianos y soldados republicanos, y Concha organiza talleres de costura en el convento de las Pastoras, donde se empiezan a fabricar prendas de todo tipo para el ejército republicano. Con 18 años se hace responsable de la sección de jerséis, con cien mujeres a su cargo, que trabajan todas sin cobrar y llegaban a producir 50 piezas diarias. Es compañera y amiga de Julia Conesa y de Joaquina Laffitte, dos de las después tristemente célebres Trece Rosas.
En 1937 Aquilino Calvo la encarga dirigir los “Pioneros de Madrid” un grupo de mil niños que se encontraban en acogida cuyos padres luchaban en el frente. Les daban clases de cultura general y educación física, y entra a trabajar como tornera, haciendo estopines de artillería, en la fábrica de Guerra y Experiencias Industriales.
Permanece en Madrid durante toda la contienda y en Marzo de 1939, tras el golpe de estado de Casado, acude a la sede de las JSU con la intención de destruir los archivos que pudieran comprometer a sus compañeros, pero es detenida y llevada a la prisión de Ventas, de la que sale en libertad el 27 de marzo de 1939, justo antes de que las tropas de Franco entraran en la ciudad.
Concha participaba en la organización de un grupo clandestino y en julio de 1939 es detenida nuevamente, cuando se encontraba en una reunión clandestina, y llevada a la comisaría de la Carrera de San Jerónimo. Allí comenzaron los interrogatorios y las torturas (la golpearon, la aplicaron corriente eléctrica y placas calientes durante 24 horas hasta quedar inconsciente, la obligaban a limpiar la sangre de sus camaradas, que habían sido torturados en las celdas contiguas). Humillaciones y vejaciones indescriptibles que ella nunca llegó a contarle a su madre para que no sufriera, aunque su progenitora las imaginaba, pues recogió sus ropas ensangrentadas que conservó muchos años porque decía que serían la prueba de tanta barbarie.
El 4 de agosto fue trasladada a la cárcel de Ventas. La feroz represión franquista transformó Ventas en un “almacén de reclusas”, amontonadas en celdas individuales. Los datos obtenidos, que no pueden darse por definitivos, arrojan decenas de muertes por enfermedad o suicidio y 78 fusiladas, entre las que destacan las Trece Rosas, siete de ellas menores de edad, ejecutadas el 5 de agosto de 1939, la noche siguiente a la llegada de Concha, en muy mal estado a causa de las torturas sufridas. Pasó dos días casi sin conocimiento, cuidada por sus compañeras.
El denominador común de las presas de Ventas era ser “presas políticas”, aunque en realidad en la mayoría de los casos su delito era estar emparentadas (madre, esposa, hermana, hija) con hombres perseguidos por el nuevo régimen. El franquismo contrapuso el modelo “mujer-madre” al de “mujer degenerada”, asociada a la “miliciana” del tiempo de guerra, para justificar el fuego purificador de la “regeneración moral de la patria”, protagonizado por las “monjas carceleras”, de nuevo reintroducidas en el sistema penitenciario.
A finales de 1940, es puesta en libertad pero ésta le dura poco. La policía presiona e intimida a su madre y Concha se entrega el 17 de enero de 1941. Entonces es golpeada y encerrada desnuda en una celda fría y húmeda donde pasa la noche. Intenta moverse para entrar en calor, pero es regada con agua cuatro veces y golpeada otras tantas. En mitad de la madrugada la hacen pasar por un simulacro de fusilamiento. Es transportada en un coche hasta la tapia del cementerio del Este, la bajan del coche totalmente desnuda, le muestran con linternas las marcas de los disparos en el muro que han dejado los fusilamientos de sus compañeros y le dicen que pronto habría uno más: el suyo. Trasladada posteriormente a la galería de penadas de Ventas, permanecerá incomunicada durante varios días, hasta que la instalan en una celda de castigo sin agua ni retrete, donde contrae una enfermedad ocular que se hará crónica y la acompañará toda la vida.
Un mes después, con 23 años recién cumplidos, sale en libertad y el panorama que se encontró fue desalentador. Su madre enferma está viviendo en los soportales de la plaza de toros de las Ventas y pidiendo limosna para poder comer ya que sus abuelos se niegan a acogerla por miedo a represalias. Tras pasar varios días con su madre en la calle, comienza a trabajar como asistenta y con la ayuda de un contacto de unas de las casas en las que está sirviendo, consigue sacar a sus hermanos de la cárcel, ya que ambos también habían sido detenidos. Pepe estaba dirigiendo las guerrillas de Ponferrada y Luís estaba en el Socorro Rojo ayudando a las familias.
En mayo de 1942 embarazada de su novio, deciden vivir juntos, pero en diciembre éste es detenido y fusilado. Concha se convierte en una madre soltera.
El 6 de marzo de 1944 se presentó ante el Juez de los Juzgados de Masonería y Comunismo para escuchar la resolución final de su condena. Acudió con su hija Diana de apenas un año y allí, mientras sostenía en brazos a su hija, le confirmaron la pena de muerte, de la que posteriormente fue indultada, pero que en absoluto acabó con el sufrimiento de Concha, ya que siguió estando en el punto de mira y los registros en su domicilio eran constantes. Confiesa que el sufrimiento terminó cuando murió el dictador.
Concha vive en Madrid, rodeada de sus cinco hijos, catorce nietos y diez biznietos, y a pesar de su edad sigue siendo una mujer comprometida, defendiendo los mismos ideales de libertad y justicia social que la llevaron a la cárcel.
“En el año 39 empecé una lucha por un mundo sin hambre, sin guerras y en libertad. Esa es mi lucha. Estoy convencida de que no hay algo mejor por lo que luchar. El camino es largo, pero hay que seguirlo”
(Concha Carretero)
(Tarsis Republicana. 25 / 06 / 2011)