1937. Estación de tren de Valencia. Las bombas empezaron a caer. Feliciana Gómez corrió a un refugio próximo con sus hijos de 7 meses y 4 años, pero el tercero de ellos, Felipe, de solo 9 años, se resistió. “Yo me quedé en la estación porque no quería perder los bultos”. Los cuatro esperaban un tren que les traería de vuelta a Extremadura cuando comenzaron los bombardeos. “Me tapé con un cobertón que nos dio mi padre” mientras la bombas amenazaban la estación y los dos trenes cargados de mujeres, niños y ancianos que huían de la guerra.
Cuando cesó el ataque, Felipe quedó atrapado entre los escombros. Solo tenía magulladuras. Fue la primera vez que salvó su vida, dice. Pero al liberarse de la manta que lo cubría no sintió lo mismo. “A mi alrededor había cabezas, trozos de carne como en una carnicería, intestinos, las paredes chorreaban sangre… un horror”. Su madre lo buscaba entre llantos y lo encontró sano y salvo pero con la crueldad reflejada en sus ojos. “A partir de ahí no he tenido miedo en mi vida”, recuerda Felipe Gallardo, hoy con 84 años. Le hubiera gustado contar esta historia en el juicio contra el juez Baltasar Garzón, pero su delicada salud se lo ha impedido.
Hasta aquel bombardeo en Valencia, Felipe vivía con sus padres, Pedro Gallardo y Feliciana Gómez, y su hermana Inés en la localidad pacense de Valdetorres, donde regentaban un pequeño comercio de comida y telas. Pero el aviso de que el frente había llegado a Don Benito alteró su normalidad. Entonces partieron hasta Jijona (Alicante), donde se refugiaron en casa de una familia. Allí nació el tercer hijo del matrimonio y comenzó la penuria y el calvario de la familia Gallardo, El padre, Pedro, alcalde socialista de Valdetorres en el año 34, fue llamado a la guerra y destinado a tareas administrativas en Madrid. Feliciana y sus hijos volvieron a Extremadura con el pequeño Felipe sano y salvo tras el bombardeo en la estación valenciana.
Cuando terminó la contienda comenzó la pesadilla en Valdetorres. “Un hombre nos preguntó a mí y a mis dos hermanos que si sabíamos volver a casa mientras se llevaban a nuestros padres”, cuenta Felipe, que entonces solo tenía 10 años. Fue la última vez que vio a su padre. Se lo llevaron retenido a la plaza de toros de Badajoz y a su madre Feliciana a la prisión de Trujillo.
En ese momento Felipe cogió a su hermana Inés de la mano y al pequeño Antonio a hombros y regresó aterrorizado a su casa, que se había convertido en el cuartel general de los falangistas. “Sabía que a los niños que habían visto cosas y podían contarlas los mataban”, recuerda. Entonces, al llegar a casa “salimos corriendo con lo que llevábamos puesto y nos escondimos en un cobertizo que tuve que limpiar de escombros”. Allí estuvieron tres días refugiados.
El disfraz de falangista
“Nadie se atrevía a socorrernos”, rememora hoy Felipe. A escondidas una vecina les llevaba comida y mantas hasta que avisaron de la situación a una tía que vino a por ellos desde Huelva. “Lo hizo vestida de falangista para pasar desapercibida, con uniforme y un largo abrigo negro”. Así consiguió subirse al tren con Felipe y emprender camino a Huelva, mientras sus hermanos Inés y Antonio se quedaron con la abuela en Guareña.
Mientras crecían separados, sus padres cumplían condena. De cárcel a cárcel se enviaban cartas, que siempre llevaban un obligado Arriba España y las fotos de Franco, Mussolini y Hitler. Esos escritos son hoy un tesoro para Felipe y su familia. Pero Feliciana dejó un día de recibir la correspondencia de su esposo. Le dijeron que se había ido de viaje. “Es lo que decían cuando los fusilaban”. El padre de Felipe había sido condenado a muerte por adhesión al ejército revolucionario y el 13 de junio de 1940 ejecutaron la sentencia. Tenía 46 años “y él ni participó en la guerra, ni estaba afiliado a nada, ni había cogido un arma en su vida. Fue alcalde socialista durante poco más de un año, elegido legítimamente por el pueblo, y lo dejó porque a mi abuela le asustaba mucho ese cargo, así que se dedicó a su pequeño comercio y a enseñar a la gente a leer y a escribir, porque le gustaba ayudar a los demás”, relata Purificación, la hija de Felipe.
Feliciana no corrió mejor suerte. Tres años después de la muerte de su marido la arrojaron a una zanja cuando empezó a padecer del corazón “para que no tuvieran que registrar otro fallecimiento en prisión”. Tuvo la fortuna de encontrar a dos personas que la reconocieron y la llevaron a una posada a Miajadas. “Allí la salvó el médico Silvestre” y volvió a Valdetorres, donde se reencontró con sus hijos, aunque Felipe no la reconocía. “Estaba muy delgada, demacrada, sin casi pelo”. Había vivido años de horror. “En la cárcel de Trujillo moría gente cada día. Las descargas molestaban a los señoritos, así que empezaron a llevarse a los presos atados de pies y manos a una nave a las afueras del municipio. Allí les machacaban la cabeza a golpes con una especie de bate. Mi madre y el resto de reclusas iban cada día a limpiar los restos para continuar matando a otra tanda de presos al día siguiente. Si exhumaran aquella nave, verán lo que pasaba allí”, cuenta Felipe.
Feliciana murió en el 62, el año en que Felipe emigró a Australia con su mujer y sus seis hijos. “Estábamos fichados, seguíamos siendo rojos” y eso le costó la muerte a ocho miembros de la familia. Algunos aún siguen desaparecidos. “No sabemos dónde están sus cuerpos, no hay ningún registro”.
El hermano pequeño de la mujer de Felipe, Antonio León, estuvo a punto de correr la misma suerte. Con 16 años falsificó su documentación para hacerse guardia de asalto, lo capturaron y fue trasladado al campo de concentración de Castuera y a levantar el Valle de los Caídos. Después comenzó a trabajar en una empresa de construcción aeronáutica en Getafe, de donde le despidieron por ausentarse.
(La Crónica de Badajoz, 12/02/2012 )