CUANDO hablamos del final de un período o del final de una tradición, no es de recibo negar, como es obvio, que mucha gente, incluso tal vez la mayoría, todavía comulgue según los razonamientos tradicionales al uso. Por eso, durante el claroscuro de estos procesos resulta muy compleja la datación de sus límites, sobre todo, en lo que se refiere a su finalización, como ocurre entre el traspaso de poderes por parte de la dictadura franquista y la monarquía parlamentaria que actualmente rige este país, la archiconocida Modélica Transición, de la que tanto alardean y ponderan los partidos mayoritarios de este país. Parafraseando aquella famosa frase, parece que muchos actores que intervinieron en ese periodo se acostaron franquistas y se levantaron demócratas. No hay que olvidar que ningún desarrollo histórico nace totalmente formado, sino que su evolución es heredera directa de sus antecedentes. Así, el Rey Juan Carlos I juró lealtad al dictador y a los principios nacionales del movimiento, para luego ir, casi de inmediato, al Congreso de los Estados Unidos a declarase demócrata convencido. ¿A quién engañó?
Los conductos de evacuación de las aguas sucias de la Transición, las cloacas por donde corren las inmundicias franquistas, depositan el detritus de la tradición dictatorial en la fosa séptica de la democracia. Los restos orgánicos de la guerra: fusilados y represaliados, el maridaje nacional-católico entre el dictador y la Iglesia, el enchufismo y las prebendas, el hambre y la censura, la hipocresía y la falta de libertad son los materiales que forman el compost de una memoria en descomposición. Es la memoria oculta de la Transición que nos están obligando a olvidar, pero de la que todavía algunos partidos políticos -en especial el PSOE- se alimentan degradándola todavía más.
Resulta doloroso cómo, tras ocho años en el poder -antes también estuvieron-, estos pseudosocialistas hayan esperado hasta su derrota final para decirnos que el Valle de los Caídos tiene que ser recuperado -13 millones de euros, nada menos, cuando no se cansan de recortar en sanidad y educación pública-, que los restos de Franco, allí localizados, con la anuencia del clero, y la consulta a su familia- pueden ser trasladados a otro lugar y que los huesos de Primo de Rivera se pueden quedar.
No importa cuáles sean las tradiciones o las leyes heredadas, como en este caso, de una sociedad, para saber que cada persona tiene ciertos derechos básicos, sin importar cuán humilde o arbitrariamente pueda estar ubicada en la construcción, cínica por otra parte, de su democracia. Muchos son los familiares fusilados que todavía, tras 36 años de la muerte en la cama del caudillo por "la gracia de Dios y por España", están en paradero desconocido, incluido algún socialista de los de antes. Otros muchos fueron secuestrados para rellenar el mausoleo franquista, no les faltaron huesos para ello. Y otros cumplieron pena en Cuelgamuros muriendo en el proceso de construcción del monumento conmemorativo al orden fascista y autoritario que todavía gobierna las cumbres madrileñas. Tan solo es preciso volver a recordar que los delitos permanentes, como son las desapariciones forzadas, no prescriben ni pueden ser amnistiados por ninguna ley. Las demandas de verdad, justicia y reparación son premisas obligadas en el derecho internacional, demandas, por otra parte, que no han quedado satisfechas con la Ley de la Memoria Histórica de 2007, como queda demostrado en la propuesta actual de la Comisión sobre el Valle de los Caídos.
Como mencionábamos al inicio, mucha gente todavía comulga con la tradición heredada. Los troqueles utilizados para que aquella formación del espíritu nacional y su moral católica han sido muy efectivos para moldear de modo duradero las mentes y las conductas de varias generaciones. El fruto de estos razonamientos ha determinado que el paso del tiempo, junto con ese tipo de educación, haya producido en unas y otras mentalidades una operación lenta, pero constante, de olvido y cambio de actitudes hasta el punto de percibir que a partir de los años 60 llegó a haber una suerte de reconciliación generalizada entre vencedores y vencidos -instinto de supervivencia- de la Guerra Civil. Una especie de perdón mutuo protagonizado por la generación de los hijos que, de alguna manera, ha sido la bandera de la Transición y los Pactos de la Moncloa, algo que hoy está sometido a la revisión crítica de los nietos. Sobre todo de los nietos de los derrotados, claro. No se nos puede escapar que no hubiera habido víctimas de la guerra ni de la represión en ninguno de los dos posicionamientos de no haber sido por la sublevación militar del 18 de julio del 36. Origen, por otra parte, de las Leyes del Movimiento juradas por el actual rey.
Para que nada de esto quede en el olvido, en cada época deben realizarse nuevas tentativas para arrancar a la tradición del conformismo heredado que pretende dominarla. Hoy nos encontramos ante un discurso de corte progresista donde están implicados todos los actores políticos que aceptan la oficialidad, un discurso que elimina a los que han desaparecido, a los que fueron fusilados y represaliados sin que se les haya hecho justicia. Y ello porque la cultura y la política son actuales y para los presentes, para los vivos. En el fondo, la facilidad y la felicidad, de alguna manera, están reservadas para los triunfadores, para los que mandan.
Hoy los supervivientes de aquellos acontecimientos están a punto de desaparecer del todo; sus hijos son los únicos testigos de los crueles años de la dictadura, testigos del hambre de los derrotados y de las prebendas de los vencedores. Son el relevo que, junto con los nietos, tienen que coger el testigo de unos hechos reales, para reclamar a las cloacas de la transición la memoria del olvido. Como Primo Levi sugería: "sin memoria de las injusticias no hay justicia". Por eso hay que mantener viva la conciencia de esa injusticia pasada, para exigir que haya justicia, reclamando las reparaciones morales necesarias mediante todos los soportes mediáticos que puedan generar opinión. Hay que sanear la fosa séptica de la democracia, exigiendo responsabilidades a los herederos del franquismo, los que vuelven a mandar.
"La memoria colectiva ha constituido un hito importante en la lucha por el poder conducida por las fuerzas sociales. Apoderarse de la memoria y del olvido es una de las máximas preocupaciones de las clases y de los grupos, de los individuos que han dominado y dominan las sociedades históricas. Los olvidos, los silencios de la historia son reveladores de estos mecanismos de manipulación de la memoria colectiva". Jacques Le Goff, El orden de la memoria.
(Deia. 23 / 12 / 2011)