Con motivo de la polémica surgida a raíz del la publicación del Diccionario Biográfico Español, una de cuyas entradas, la referida a Francisco Franco, evita referirse al mismo como dictador, Moreno afirma que resulta higiénico que salgan a la luz quienes siguen siendo fervientes seguidores del franquismo. El verdadero problema, reflexiona, es el revisionismo «franquista o parafranquista» en el que convergen instituciones e historiadores, y también políticos.
El episodio recién protagonizado, muy a su pesar, por el Diccionario Biográfico Español, dirigido por la Real Academia de la Historia y sufragado con dinero del erario, es uno de esos hechos necesarios y significativos que, de vez en cuando, la realidad tiene la puñetera ocurrencia de regalarnos.
Si Hegel sostenía que la sociedad necesita embarcarse en una guerra de vez en cuando para sacudir su modorra ética y moral, del mismo modo es higiénico y necesario que los galopines del franquismo salten como pulgas amaestradas al circo de la opinión publicada para proclamar que llevan clavado en los esfínteres un escapulario del dictador Franco. Que lo hagan al unísono democrático idiota tipos como Moa, Sánchez Dragó, Albiac, Losantos, Tertsch, Juaristi, ya no es noticiable, porque han demostrado de forma sobresaliente el grado de depauperación ideológica a la que se puede llegar motu proprio. Eso, amigos míos, no se paga con nada. Volver a ver reflejados en sus escritos la misma fealdad moral y ética del régimen al que tratan de justificar con carácter retroactivo es de lo más estimulante para mantenerse despiertos ante estos mutantes del franquismo.
Ya se sabía que el franquismo no se había ido. Lo que se ignoraba era que hubiese tanta gente esperando a opositar para aparecer como el más franquista de los amanuenses. Pero, ¿qué le pasa a esta gente? ¿Acaso no encuentran un referente histórico más digno que echarse a las cisuras? ¡Qué pésimo gusto!
No desconocía que la transición democrática fue modélica en otorgar a los franquistas impunidad absoluta para seguir pensando y actuando como si la momia siguiera respirando ectoplasmas de muerte a su alrededor, pero hacerlo del modo en que lo hacen rompe el decoro de la prudencia y de la dignidad.
Por todo ello, el escándalo protagonizado por un texto de Luis Suárez inserto en el Diccionario constituye la punta del iceberg de un mal endémico y estructural mucho más grave que lo que revela dicha anécdota. Sería idiota que este incombustible fascista no hubiera aprovechado la jugada para metérsela doblada a la institución, elogiando a quien considera un santo en su forma de gobernar y administrar un régimen autoritario, totalitario, terrorífico y criminal. ¿O, acaso, han olvidado que antes de morirse firmó varias penas de muerte el muy cabrón?
El problema de fondo no es que la Real Academia de la Historia encargue o no unos trabajos a determinados historiadores. Su director Gonzalo Anes no es ingenuo, aunque lo pretenda. Sin necesidad de leer lo que iba a escribir sobre Franco, sabía perfectamente qué hagiografía haría de semejante crápula el facha Suárez. Exigirle responsabilidades a Anes por algo que ha hecho con sumo gusto es causa suficiente para que presentara su dimisión frente a la Academia. Pero el problema es otro. Y es muy grave. El problema sigue siendo el revisionismo franquista o parafranquista en el que están inmersos instituciones e historiadores, también políticos, los cuales, por mucho que se les haya requerido, jamás han renunciado y condenado el régimen fascista y genocida del dictador. Deben de pensar que si no lo ha hecho la Iglesia, ¿por qué habrían de hacerlo ellos que tienen menos responsabilidad en el origen y desarrollo de la guerra, y posterior régimen fascista-franquista?
Las tesis básicas de este revisionismo son varias. De forma cíclica, ciertos historiadores -y gente apestada como Sánchez Dragó y Moa-, las sacan a relucir.
Primera. Pretenden equiparar los crímenes institucionales del régimen franquista con los cometidos por los republicanos incontrolados. Estos historiadores ignoran conscientemente que la II República institucional jamás se dejó llevar por la ola de terror que sí instauró en la sociedad civil el régimen franquista, antes, durante y después de la guerra. El régimen fascista-franquista nació del terror y se sustentó en el terror. Lo demás son cataplasmas históricas o semánticas.
Segunda. Pretenden estos revisionistas apuntalar la idea de que la dictadura ha sido la madre de la democracia. La madre, la suegra o la abuela. De ahí que hablen de las «virtualidades del autoritarismo». De este modo, sostendrán sin que se les corra el rímel de su osadía que el fascismo totalitario del régimen evolucionó per se a un régimen meramente autoritario. Vamos, que al final el dinosaurio se despertó convertido en un lagarto inofensivo.
La tesis no es nueva. La defendió Juan J. Linz en «Una teoría del régimen autoritario. El caso de España». Muchas de las defensas que circulan del franquismo beben de esa fuente deletérea. No extrañará, pues, que haya políticos que manifiesten que la política social y de la vivienda de la dictadura de Franco fue maravillosa. O que en el franquismo se vivía muy bien. Mayor Oreja dixit.
Tercera. La tesis de Linz acabaría por cobrar forma definitiva gracias a Luís García San Miguel. En su libro «Teoría de la transición» (Editora Nacional, 1981), desarrollaba una idea acomodada de lo que fue la llamada transición. Su tesis, la auto-transformación del franquismo en democracia -milagro parecido a la implantación de virgos que hacía la Celestina-, sería abrazada por el establishment académico español en los años ochenta. Y, por si fuera poco, por el PSOE. La Editorial Sistema, del PSOE, publicaría un volumen coordinado por Félix Tezanos, Ramón Cotarelo y Andrés de Blas, que con sus 957 páginas se convirtió en la versión canónica de lo que su título anunciaba: «La Transición democrática española» (CIS, 1989). Un texto que, viendo lo que estamos viendo, justifica plenamente el dicho de «aquellos barros, estos lodos ideológicos».
El 6 de junio de 1962 tuvo lugar el llamado «contubernio de Munich». Fue el diario falangista «Arriba» quien bautizaría aquella reunión de 118 políticos españoles de todas las tendencias del interior y del exilio, que participaron en dicho «acto de reconciliación».
Salvador Madariaga, en su discurso del 8 de junio, aclararía cuál era la posición ideológica de aquellos políticos frente al régimen de Franco: «Nosotros los españoles hemos venido aquí a hacer constar que no es admisible en Europa un régimen que todos los días envenena a Sócrates y crucifica a Jesucristo. Y si mañana los mercaderes volviesen a instalarse en el templo de la libertad, esta vez no sería el Cristo de blanco vestido quien los echaría a latigazos, sino un Anticristo de rojo que los sepultaría bajo las ruinas del templo y de la libertad».
Añadiría Madariaga que «la guerra civil que comenzó en España el 18 de julio de 1936, y que el régimen ha mantenido artificialmente con la censura, el monopolio de la prensa y radio y los desfiles de la victoria, la guerra civil terminó en Munich anteayer, 6 de junio de 1962».
Ciertos sujetos creen que el antifranquismo, como el antifascismo, nace de un fondo irracional e intolerante. Se equivocan. Es la fuente integral e inalienable de la dignidad personal. Es probable que un fascista o un franquista no sepan qué es la dignidad. Y, si lo saben y permanecen en el carácter, entonces son unos hijos de puta.
Porque esto lo debería saber todo el mundo: saber cuánto dolor y cuánta sangre y cuánta impotencia y cuánta decepción y cuánto miedo a la libertad empezaron a concluir para siempre el 20 de noviembre de 1975.
Que haya gente, sobre todo intelectuales, historiadores y politólogos, que no lo entiendan, es porque, como dirá el bueno de Madariaga, quieren seguir envenenando a Sócrates y crucificando a Jesucristo.
(Gara. 18 / 06 / 2011)