jueves, febrero 03, 2011

EL CINE ESPAÑOL Y LA GUERRA CIVIL: APUNTES AL ETERNO DEBATE. LA EQUIDISTANCIA COBARDE Y LA ENDOGAMIA DEL CINE ESPAÑOL

La guerra civil y el cine español es un matrimonio difícil, lleno de celos infantiles y cuernos consentidos. Continuamos esperando como si se tratara de la llegada de un nuevo mesías, esa película definitiva sobre la guerra civil que a la izquierda nos reconforte y nos haga sentir a salvo. Es el eterno debate, la infinita disyuntiva que aparece en cualquier discusión cinematográfica que se precie: cuando Pablo Iglesias me invitó a participar en una charla en torno al hip hop y el cine político, empezamos comentando films como El Odio o Haz lo que debas para terminar discutiendo (aunque no viniera a cuento) el porqué no llegaba la película definitiva de La Guerra Civil Española, esa que huyera de la equidistancia cobarde (Soldados de Salamina), esa que no pintara la contienda como un absurdo conflicto fraticida entre hermanos (La vaquilla), esa que no fuera un panfleto orwelliano que retratara a los militares republicanos como demonios marciales al servicio del maléfico imperio soviético (Tierra y libertad). Una película definitiva que señalara con el dedo y a conciencia quiénes eran los buenos y quiénes los malos, sin ambigüedades ni esa condescendencia patética del socialdemócrata cultureta que nos muestra la guerra como si el estar en posesión de fuertes ideales fuera propio de naciones inmaduras, carentes de rodaje o bagaje democrático. Un film valiente y categórico, que se encuentre alejado de la mirada indulgente que coloca a los republicanos moralmente un escalafón más alto que a los nacionales (puro decoro), pero lo suficientemente cobarde como para no pedir explicaciones (y por tanto condenas para los verdugos) y así hacer como si nada hubiera ocurrido, elevando el conflicto a la categoría de mito barthesiano, más allá del bien y el mal, intangible, inextrapolable al debate político. El último y más que noble intento de arrojar luz sobre esta losa permanente, fue en el último programa de La Tuerka, una verdadera gozaba para los sentidos, comprobar que en televisión a las cosas también se les puede llamar por su nombre. Sirvan estas líneas como aportación al debate a modo de epílogo.

La explicación más convincente al porqué no llega esa película definitiva podemos encontrarla en la naturaleza intrínseca del cine como medio de comunicación de masas. Su principal componente, la espectacularidad que supone la imagen en movimiento, lo condenó inevitablemente al mundo tosco y pueril de los barracones de feria y los circos ambulantes, convertido de forma ineludible en entretenimiento y opio de las clases populares. Ríos de tinta corrieron raudos a analizar y en la mayoría de los casos menospreciar y ningunear, aquella nueva forma de espectáculo que hacía las delicias de un público entregado. La nueva «diversión de idiotas» (George Duhamel) o el llamado teatro de los pobres o «teatro del proletariado» (Jaurés), se iba abriendo camino mientras las elites eruditas acostumbradas a pisar un patio de butacas únicamente para disfrutar de una orquesta filarmónica, de una ópera o de los textos de Sheakspeare, juraban ante dios que no participarían de aquella aberración junto al populacho. A principios del siglo XX, en opinión de las clases opulentas, acudir al cine significaba poco más que lavarse en el río o emborracharse en una taberna portuaria.

Con el paso del tiempo, y de la misma forma que Lorca acercó el teatro a las clases populares sin que éste perdiera un ápice de aquello que lo hacía arte, aparecieron los Griffi, los Eisenstein, los Murnau... para demostrar que, pese a ser un entretenimiento destinado a las multitudes, ello no lo eximía de poder convertirse en el Arte Total: su capacidad de producir imagen y sonido en movimiento y esa disyuntiva aparentemente paradójica (arte de masas) lo erigen y perfilan como el arte dominante. Su totalidad aplastante se sustenta primero en; su capacidad innata de absorber y adaptar otras manifestaciones artísticas (literatura, poesía, fotografía, teatro, música...) y segundo y más importante; en su idoneidad para penetrar en lo más profundo del subconsciente del individuo como ningún otro arte es capaz de hacerlo. Su imitación de la realidad se convierte en la más fiel reproducción de cualquier esfuerzo reconstructor de la memoria. Cada vez que intentamos recordar una persona, un paisaje o una situación dada, generamos mentalmente una serie de signos/imágenes que se suceden, es decir, una secuencia cinematográfica. ¿Dónde vi a esa persona? En Barcelona (evocamos mentalmente Barcelona) ¿en qué barrio? (evocamos las calles del barrio) ¿Iba acompañado de Roberto cuando la vi por última vez? (imágenes de Roberto, plano medio, primer plano de Roberto). De esta forma, cada evocación o reconstrucción memorística «tiene todas las características de las secuencias cinematográficas: encuadres en primer plano, planos generales, insertos, etc».[1] La analogía es clara: tanto el lenguaje como el subconsciente es estructuran en base a una serie de normas y no podemos negar que el cine tiene un lenguaje propio (al menos el clásico). Si Mijail Bajtin nos dijo que el lenguaje, al estar regido por normas es inequívocamente social y por tanto arbitrario, el lenguaje cinematográfico y por extensión el mismo cine, no puede estar exento de dicha arbitrariedad: de ideología.

Esta capacidad única para penetrar en y reproducir el subconsciente, lo convertirá en el medio de comunicación masiva más extendido hasta la entrada en escena de la televisión y por otra parte, en el vehículo ideológico más perfecto ideado jamás. No nos engañemos, desde un punto de vista tecnológico y social, la televisión no es más que la perversión del cine desarrollado. Bajo el prisma de la técnica, la televisión es la perfección, el siguiente paso inevitable del cinematógrafo que cambió los fotogramas por frames y la bovina por señal de video, pues sólo el cine podía desbancar al cine: ¿qué es la televisión si no el cine en casa? El ser humano es inequívocamente social y por tanto voyeaur: el cine es puro voyerismo lúdico normalizado y aceptado socialmente. La cuestión radica en el efecto mágico (¿hipnótico?) que produce la imagen en movimiento, sean películas, vídeo clips musicales, noticiarios o programas basura, efecto todavía no superado ni por ningún otro arte ni por ninguna otra técnica, ni si quiera la realidad virtual a la que tanto hacía mención Baudrillard. Esta posibilidad de reproducción de los esquemas mentales y memorísticos así como su capacidad de penetración en el subconsciente del individuo y por ende (al tratarse de un espectáculo de carácter público) en el subconsciente colectivo, lo convertirán en la fábrica de sueños; sueños por su arte, fábrica por su industria.

Pero el cine (y aquí viene el quiz de la cuestión y la explicación a la no llegada de ese film definitivo) a diferencia de otras manifestaciones culturales, no puede ser ejercido de forma inmediata o de forma altruista (salvo raras excepciones). La producción de una película supone una enorme inversión de tipo económico; electricistas, carpinteros, decoradores, técnicos de imagen, luz y sonido, actores... Mientras que para escribir una novela tan solo es necesaria una máquina de escribir o para pintar un cuadro pinturas y un lienzo, la creación de un film no se encuentra al alcance de cualquiera por mucha voluntad que tenga para ello. Son necesarios ciertos conocimientos mínimos de carácter técnico (al margen y además de los artísticos) indispensables para su composición. Ni si quiera alguien con mucho dinero sería capaz de crear una película por nefasta que fuera sin conocer el funcionamiento de la cámara, de la mezcla de sonido o del proceso de montaje[2]. Por todo ello y dada su naturaleza técnica vinculada a una serie de conocimientos específicos y comerciales, el cine es un arte, una industria, una tecnología y un vehículo ideológico de carácter netamente burgués. Y por el mismo motivo que no encontramos telediarios que avalen las políticas del presidente Chávez, no encontramos películas de la guerra civil que se posiciones claramente y sin ambigüedades del lado de los republicanos, circunstancia acentuada por el hecho lamentable de que perdimos la guerra. El planteamiento es tan sencillo como contundente: ¿esperamos que un millonario (es decir un productor de cine) financie una súper producción en la que se cuestione abiertamente el orden capitalista que tan valientemente cuestionaron los republicanos, comunistas y brigadistas internacionales? Sería pecar de ingenuos. Como mucho tenemos que conformarnos con las lacrimógenas cintas producidas por Querejeta o Roures dirigidas por León de Aranoa o los debates amarillos en La Sexta 2, disfrazados de un patético halo de pluralidad y en dónde los todólogos (los periodistas que saben de todo) celebran una bacanal de mal gusto y trapacerías verbales y las felaciones excelsas se suceden a ritmo vertiginoso y frenético, empezando por la que el ¿moderador? realiza cada noche al presidente del gobierno. Me jugaría un brazo a que en su mesita de noche descansa una foto enmarcada de Zapatero.

Es interesante al respecto analizar las condiciones históricas y económicas en las que se realizaron la mayoría de películas de corte épico en las que los de abajo poseyeron representación, en otras palabras, se hacían con el poder o tomaban las riendas de su destino y eso era algo positivo y bueno, no motivo de cruzada fascista o condescendencia progre. Los títulos son escasos pero representativos: sobra mencionar que Eisenstein no tuvo problemas de financiación para filmar sus épicas superproducciones, tenía a todo un gobierno soviético sufragándole. Lo mismo podríamos decir de Pontecorvo y su obra maestra La batalla de Argel. Una Argelia recién emancipaba, financió al director italiano y no escatimó en gastos, el resultado fue sobrecogedor. Cuando Bertolucci filmó Novecento, el partido comunista italiano se encontraba en posesión de casi un millón de afiliados y era la segunda fuerza política del país: aplicando la lógica mercantilista era obvio que muchos italianos asistirían a su proyección en masa y pagarían la entrada (aunque sólo fuera por afinidad ideológica). Avala este planteamiento que, la que para muchos es la mejor película de la guerra civil, -Sierra de Teruel- se filmara en pleno conflicto, es decir, más de media España abogaba por una revolución social.

El cine es un fiel espejo de lo social, una radiografía certera de la sociedad en que vivimos. ¿Cómo pretendemos una película definitiva en torno a La Guerra Civil Española que huya de cobardes equidistancias cuando todavía a fecha de hoy, las cunetas de este país se encuentran llenan de cadáveres por identificar? ¿No es ingenuo pensar en un film que llame a las cosas por su nombre, identifique a los verdugos y cuestione el maquillaje que supuso la Transición cuando colaboradores y miembros del gobierno de una dictadura fascista hoy reciben homenajes, presiden fundaciones o son altos cargos de una judicatura que se niega a exhumar esas mismas fosas entorpeciendo constantemente la malograda ley de memoria histórica? No podemos pedirle peras al olmo.

El cine de nuevo, se erige como fiel espejo de la realidad y si nuestra realidad es gris, nuestros filmes en torno a la guerra civil no pueden ser rojos, sino grises. La culpa reside en la naturaleza económica de la industria del cine y en la inversión de capital que supone la creación de un film, más si se trata de un film bélico que represente una época pasada concreta. Para escribir un libro o una canción no hace falta millones de euros, por eso tenemos libros rojos y canciones rojas. Por tanto mientras la sociedad no sufra ciertas transformaciones (sea la acentuación del conflicto de clases, sea un ascenso considerable de la izquierda transformadora, sea una subversión total del orden existente) tendremos que conformarnos con esa visión vomitiva, condescendiente y conciliadora de La Guerra Civil Española en nuestras pantallas, véase la payasada (en el sentido despectivo y no circense, yo amo el mundo del circo y su decadencia sublime) de David Trueba Soldados de salamina.

No podría concluir este escrito sin arrojar unas cuantas preguntas retóricas al aire: ¿Cómo es posible que a fecha de hoy ningún film español muestre la construcción del Valle de los Caídos, con sus muertes, sus fugas y sus miserias? ¿Por qué no una película que nos enseñe la recreación de La batalla de Madrid? ¿O la batalla del Ebro? ¿El bombardeo sobre Gernika? ¿La Columna Lincoln? (por cierto la primera división militar de la historia en la que oficiales negros comandaron a tropas blancas). La Guerra Civil Española ofrece un bagaje literario y humano excepcional para ser trasladado al cine, un sinfín de historias extraordinarias, un cúmulo de acontecimientos perfectos para el cine épico y de masas. La cuestión no radica en que nuestros directores se encuentren atados de manos por una sociedad, un gobierno o una judicatura reaccionaria que aboga por una visión conciliadora sino que sencillamente, David Trueba cree firmemente en esa visión conciliadora y desideologizada. Cuando un periodista de la BBC preguntó a Noam Chomsky cómo puede saber si los periodistas en los grandes medios nos autocensuramos, Chomsky respondió: yo no digo que usted se autocensure, lo que yo digo es que si usted pensara de otra forma, no estaría sentado donde está sentado. Con el cine español sucede lo mismo: por esa misma razón que argumenta Chomsky, directores valientes pagaron con el ostracismo su valentía política o artística (Eloy de la Iglesia o Iván Zulueta respectivamente) en ocasiones también con la cárcel y el exilio (Fernando Ruiz Vergara, director de Rocío). Por ese mismo motivo, David Trueba recibirá subvención para su próximo panfleto sociata y así, sin darnos cuenta o mirando para otra parte, la endogamia del cine español continuará su curso inevitable hacia el abismo más chabacano y pérfido (Gente pez, Carne de Neón, Yo soy la Juani...).

Tampoco podría despedir estas líneas sin mencionar el ataque de ira que sufrí entre espasmos y convulsiones violentas, al descubrir que el siempre brillante Cotarelo, cometía la herejía de cuestionar en el plató de La Tuerka el cine de Don Luis García Berlanga. La visión berlanguiana de nuestra guerra civil no fue acertada cierto, pero por su visión conciliadora y equidistante no por el hecho de frivolizar la guerra. En la vida casi cualquier aspecto es politizable, en el arte y por tanto en el cine, todo es frivolizable. Decía Woody Allen que la grandeza de Chaplin residía es su capacidad para hacerte reír cuando frivolizaba con algo tan terrible como el hambre, cuando por ejemplo el bueno de Charlot se sentaba en la mesa y se disponía a comer con cuchillo y tenedor y evidentes modales aristocráticos, una suela de zapato en plena Gran depresión. La frivolidad en ocasiones puede ser una poderosa herramienta de denuncia, y esto también apunta al resto de excelentes contertulios (como viene siendo habitual en La Tuerka) pues me pareció observar que coincidían en identificar frivolidad con visión conciliadora. Por otra parte señor Cotarelo, colocar a Bardem por encima de Berlanga es arriesgado, quizá así lo sea para un politólogo, pero no para un cinéfilo o un crítico cinematográfico. La grandeza de Berlanga reside en su versatilidad, con la comedia puede llegar al ama de casa no cultivada o al último aprendiz de la cadena de producción, con su trasfondo llega al intelectual más cultivado, y ese esperpento aparentemente frívolo, se convierte en una denuncia inteligente, tanto como para sortear la censura de los cafres franquistas que ni si quiera se percataban de ella. Crear films que le encanten a una persona completamente analfabeta como mi abuela (El Verdugo, Bienvenido Mister Marshall, Plácido, Los jueves milagro...) y que a su vez le encanten a mi profesor de cine apareciendo en todos los libros de teoría, estética e historia cinematográfica española, no está a la altura de cualquiera, no a la altura de Bardem, con todo el aprecio que le tengo al director madrileño. La grandeza de Berlanga es difícilmente mesurable dada su naturaleza paradójica: arte inteligente y/pero (para algunos apocalípticos según Eco) de masas. El mundo del cine está lleno de buenas intenciones militantes y de ejemplos paradigmáticos (Buñuel, Godard, Rocha...), pero muy pocos consiguen combinar conceptos tan dispares como vanguardia intelectual y masas, muy pocos deslumbran y saben llegar a la mente del intelectual y a su vez conquistar el corazón del populacho, el círculo de los elegidos: Chaplin, Eisenstein, Patricio Guzman, Fernando Solanas, Pontecorvo, el Buñuel de Los olvidados, Bertolucci, Rosellini, De Sica... Y Berlanga, no quepa ninguna duda. Si hasta creó un género: lo berlanguiano. Nadie como él supo plasmar esa España negra y de pandereta de la que hablaba Machado.

Como estudiante de comunicación audiovisual, alguna vez he soñado con verme recogiendo un oscar a la mejor película, agradeciendo el premio con el puño el alto a mis padres, a mi novia y a todo el equipo tan maravilloso que ha hecho posible esta película, una súper producción al estilo Salvar al soldado Ryan ambientada en La batalla de Madrid, batalla que además ganamos los buenos. Como bien apunta el presentador de La Tuerka en su esperado libro en torno al cine como creador incontestable de imaginarios políticos, la visión que tenemos de La Segunda Guerra Mundial, se encuentra condicionada por y es la que hemos visto en el cine, con nuestra guerra civil sucede parecido. Tanto es así que algún joven de la E.S.O. no muy dado a los libros de historia, pudiera pensar que La Guerra Civil Española fue una guerra de guerrillas con cuatro trincheras en la que no hubo combates aéreos, bombardeos sobre ciudades, artillería pesada y grandes desplazamientos de tropas; cuatro tiros en un descampado, eso es lo que nos ha enseñado el cine español de nuestra guerra.

Pero el cine sueños son, como decía Luis Eduardo Aute. Mientras tanto el cine español se reduce a lo que descerrajó de forma incontestable mi compañero de armas en La Tuerka rap: una historia de las 13 rosas a la que de forma vil usurparon lo de ROJAS. Malos tiempos para la fábrica de sueños.



[1] Pier Paolo Pasolini Cine de poesía contra cine de prosa Barcelona, Anagrama

[2] Sin contar con las excentricidades de Andy Warhol y su «cine», como grabar a un amigo durante 8 horas mientras duerme. Sinceramente, no me extraña que lo asesinaran.

PD: Imperdonablemente todavía no he visto Balada triste de trompeta, prometo lapidarla o ensalzarla inmediatamente.

(Kaos en la Red. 30 / 01 / 2011)