Me tengo prometido, para cuando la urgencia de la amargura no me atenace la mente ni me agarrote las manos, el acto de justicia de dejar testimonio escrito de cuanto nos regaló a mis vecinos de Leganés y a mí, durante todo el año 2001, en el décimo aniversario de la desaparición de Celaya. Decidimos que fuese el año del autor de los Cantos iberos, y lo colmamos de exposiciones, recitales, conciertos musicales y otros muchos actos de recuerdo. Multitud de personas, instituciones y organizaciones colaboraron. Al cabo, se instaló, en el parque frente al hospital, un busto del poeta, obra del escultor Eduardo Carretero, que se añadió al que ya había entonces de Rafael Alberti y dio lugar a que el parque pasara a llamarse parque de los poetas.
Entonces apareció ante todos nosotros, como un resplandor de humanidad, Amparitxu. Vino tantas veces –sobreponiéndose a menudo a su frágil salud-, fue tan infinita su generosidad, irradió tantísimo cariño, que a ninguno de cuantos la conocimos se nos borró la profunda huella de haber compartido aunque apenas fuesen unos minutos con ella.
Para cuando me abandone el sobresalto negro con que la muerte de alguien querido nos golpea siempre, levantaré acta de lo que a mi pueblo ofreció Amparitxu Gastón, de lo que le debemos, de su paso imborrable por nosotros. Y de sus ojos, que nos miraron tan adentro que nos hicieron salirnos de nosotros mismos.
Hoy sólo deseo proclamar mi gratitud, junto a la de tantos otros. Qué prodigiosa es la existencia que por ella transitan y en ella aman y padecen seres tan hermosos y excepcionales como Amparitxu.
Hoy sólo deseo volver a sorber las palabras de ella. Porque, aunque muchas personas no lo sepan, Amparitxu Gastón, aparte de la compañera inseparable de Gabriel Celaya, fue ella misma una excelente poeta. Entre otros muchos, en su libro A flor de labio, publicado en 1972, nos dejó un bello y asombroso poema titulado «Presagios». Disfrútenlo, a ser posible en compañía:
«En la tarde cargada de terribles designios,
Inocente de todo, cruza la brisa nueva.
Los árboles confusos, silenciosos y negros
presienten y se callan como si fuese un sueño.
Cruza el aire una sombra de eternidad o de miedo.
Las fuentes ocultan la cabeza en sus brazos.
Cruzo deprisa el campo calladísimo y solo,
y los pájaros vuelan y escriben lo que ignoro.
Quiero huir como sea de este silencio helado,
de este Dios que me manda sin que yo lo comprenda,
envuelto en sus designios, cada vez más eterno,
ignorando mi vida, mi dolor y mi muerte».