Aunque parezca mentira, sucedió. Una de las personas que fue llevada hasta el cementerio de Magallón, que fue fusilada junto a una de sus tapias, que fue enterrada en una de las zanjas abiertas en su interior, sobrevivió. Hoy, a sus 96 años, y aunque no se muestre accesible para hablar de ello, aún vive para recordar cómo es el horror de una guerra. Cómo de fácil es quitar una vida tras otra.
Fue tiroteado como todos los demás. Le dispararon y lo llevaron, en una camilla de madera y junto a otro cadáver (ése era, ha relatado él mismo, el procedimiento que se seguía con todos los fusilados), hasta la zanja. Allí, también como los demás, quedó posicionado tal como había caído. Pero él no estaba muerto. Había sobrevivido a los disparos e, incluso, al tiro de gracia que, aunque le hizo perder para siempre un ojo, no consiguió arrancarle la vida. Nada más caer a la zanja, se movió, y volvieron a dispararle. Pero, ni siquiera entonces, murió.
Continuó respirando y ya no se movió. Se quedó quieto, inmóvil, esperando a que sus asesinos se alejaran. Y lo hicieron. Y entonces él se levantó. Abandonó el cementerio, huyó y, con el tiempo, logró recuperarse de las heridas de bala.
Con el tiempo, sin embargo, volvería a cruzarse en el camino de quien le propinó aquellos últimos tiros. En la celebración de unas fiestas locales, el pueblo en el que residía recibió la visita de una banda de música y, entre sus integrantes, la víctima reconoció a su verdugo. No le dijo nada (seguía estando en el bando vencido), pero sí le hizo saber que le había reconocido. Y le siguió.
Mientras estuvo tocando, le siguió. Fue su sombra. De pie detrás de él, recorrió las mismas calles que aquél que días antes le había querido obligar a no caminar más. Entonces tenía 23 años. Ahora, 73 más. Nunca le ha gustado recordar. Durante años, llegó a decir que perdió el ojo en un accidente. Ahora, siete décadas después, es el único recuerdo vivo de todo aquello.
(Noticias de Gipuzkoa. 8 / 03 / 09)