"Tuvimos un recibimiento increíble. Con música, con multitud de personas, con aires de fiesta... Aquello fue tremendo. Estábamos todos radiantes, contentísimos, era como si llegáramos de vacaciones", asegura José, sentado en uno de los sofás del salón de su casa, en Eibar. Apoyado en su relato por las imágenes que guarda en un álbum de la época y por un par de publicaciones especializadas que cuentan los avatares de las evacuaciones de niños durante la Guerra, este guipuzcoano nacido en Italia y forjado en Rusia narra con precisión y parsimonia la historia de su vida. Son las cuatro y media de la tarde -la única condición que pone a la entrevista es que se le respete la hora del txikiteo- y por delante aguardan dos horas de recuerdos, anécdotas y, sobre todo, nostalgia.
José Ocamica Clementi es uno de los llamados niños de la Guerra . Con sólo diez años, en junio de 1937, fue enviado a la Unión Soviética dentro del primer traslado de menores organizado por el Gobierno Vasco. Las tropas franquistas amenazaban con entrar en Bilbao y sus padres, como tantos otros, no dudaron en embarcarlo rumbo al exilio. Él no tenía mucha constancia de lo que ocurría -"para nosotros era como ir de campamento", dice-, pero pronto se dio cuenta de que el viaje que emprendía no se correspondía con ninguna excursión. Pasaron 20 años hasta que volvió a pisar suelo guipuzcoano.
Entre ambas fechas, José vivió dos décadas en las que, por encima de todo, fue feliz. Porque, a sus 82 años, y a pesar de lo que la memoria colectiva tiende a pensar, todo, o casi todo, son buenos recuerdos. "Si algo me ha pasado bueno a mí es haberme educado en la URSS. Haber crecido con los rusos, haber vivido con ellos, haber estudiado allí. La gente fue muy buena con nosotros y no nos faltó de nada. Claro que echaba en falta a los míos, y por eso volví en la primera ocasión que se me presentó, pero en toda aquella estancia no tuve sino buenas vivencias", afirma.
Huida de italia
La sombra de Mussolini
José tuvo que emigrar a Rusia cuando apenas llevaba tres años en Euskadi. Nacido en la localidad italiana de Brescia, de la que era natural su madre y en la que su padre, eibarrés, había abierto una fábrica de armamento, huyó junto a su familia ante la ola de persecución que ésta sufrió por parte del ejército de Mussolini. Pero lo que se encontraron aquí no fue mejor. El levantamiento militar de 1936 y el avance de las tropas sublevadas hicieron que sus padres y su hermana (cinco años mayor) se fueran a Deusto y le dejaran a él con sus abuelos, en Munitibar (Bizkaia), donde, sin embargo, tampoco pasó demasiado tiempo.
"Poco después, Gernika fue bombardeado y me llevaron a Deusto. Un primo que trabajaba como chófer en la comandancia vino a buscarme y me trasladó hasta la fábrica en la que estaban ocupados mis padres, quienes, al ver el anuncio de la evacuación en el periódico, me apuntaron. Mi madre quería que fuera a Francia y mi padre, a Rusia. A mí me daba igual, porque no tenía ni idea de dónde estaba cada sitio, pero se impuso la opinión de mi padre", explica José, que embarcó en el Habana, en Santurtzi, en compañía de más de mil niños, varios de ellos conocidos de sus tres años en Eibar.
"Pensaba que me iba para un tiempo corto. Un año o así. Era como ir a una especie de campamento con otros niños. Iba contento, sin miedo. ¡Qué miedo puede tener un chaval de diez años que cree que va estar un tiempo fuera! La única preocupación era que no nos cogiera el Almirante Cervera (barco franquista que controlaba las aguas del Golfo de Bizkaia), aunque íbamos escoltados por flota británica", señala.
Tras doce días de viaje, y previa escala en Burdeos, José llegó a Leningrado (actual San Petersburgo), desde donde, tras dos o tres días de estancia, fue llevado junto a otros menores (muchos guipuzcoanos) a la localidad de Odessa, a orillas del Mar Negro. Allí, alojado en una de las múltiples casas de niños dispuestas para este fin en todo el país, acudió a la escuela y aprendió ruso, en buena parte ayudado por su educador personal, Naum. "El idioma no fue difícil. Lo empezamos a chapurrear enseguida", asegura.
Sin contacto familiar
"Sólo sabía que estaban vivos"
Más complicado, afirma, fue tratar de tener algún contacto con su familia. "No se podía. A través de alguna persona logré mandar una fotografía y conseguí tener alguna noticia, pero poca cosa. Nunca pude hablar con mis padres, aunque, al menos, sí logré enterarme de que estaban bien, de que estaban vivos. Era la situación que era y tenías que vivir con ella", comenta, mientras explica que se iban enterando de lo que sucedía en la Guerra Civil gracias a un mapa en el que les explicaban, con pequeñas banderas, la situación de los dos ejércitos a medida que pasaban los días.
Cuando contaba quince años, y después de haberse iniciado en el mundo de la máquina-herramienta, José fue evacuado de Odessa. La II Guerra Mundial llegaba a su fin y, ante la presión de las tropas alemanas, miles de rusos fueron trasladados al interior del país. Tras un largo periplo en el que se especializó en ese sector industrial en lugares como Saratov, Moscú, la península de Crimea o, nuevamente, Odessa, estableció su residencia en Dniepropetrosk, donde permaneció siete años y conoció a su esposa. Allí, además, tuvo a Diana, la primera de sus dos hijos (Esteban, el segundo, nació en Eibar).
En 1957, sin embargo, su vida volvió a vivir otro giro de 180 grados. El franquismo contaba con mayor presión internacional y las barreras para atravesar los Pirineos eran menores. A José le comunicaron la posibilidad de regresar a Gipuzkoa y no se lo pensó dos veces: "Mi mujer no quería, pero la convencí y nos vinimos los dos".
Y volvió. Primero a Valencia (donde llegó el barco) y, desde allí, a Eibar. "Me recibieron muy bien, muy emocionados, y eso es algo que no le ocurrió a todo el mundo. Había pasado mucho tiempo y a algunos les hicieron poco caso. De hecho, hubo varios que, pese a regresar, se volvieron a ir a Rusia", asegura.
Desde entonces, José sólo ha viajado una vez a la antigua URSS. "No me importaría volver", confiesa. Hacerlo, dice, le permitiría practicar el ruso, un idioma que nunca pensó aprender pero que ahora se niega a olvidar. No en vano, pasados ya los ochenta, aún esboza una gran sonrisa cada vez que le llaman para realizar algún trabajo como traductor aquí en Gipuzkoa. Esos contactos son, junto a sus recuerdos, uno de los pocos vínculos que aún hoy mantiene con aquella infancia en la que fue, sin ser consciente de ello, uno de los niños de la Guerra .
(Noticias de Gipuzkoa. 22 / 02 / 09)