Ese silencio, impuesto o no, se deja sentir con mayor énfasis en los pueblos, donde uno conoce a la mayoría de sus habitantes por sus apellidos o el nombre de la casa pero sin saber absolutamente nada de qué ocurrió con algunos de sus antepasados. En ocasiones una se pregunta si en el pueblo de su familia, al que ha ido desde siempre, hubo fusilados y cómo se vivió la guerra del 36, preguntas para la que su madre no tenía respuestas. «Ah, pues no lo sé, ya le preguntaremos a la abuela», contesta. Pero, por una cosa u otra, esa pregunta nunca llega y la curiosidad queda en el aire.
El sábado, Día de los Difuntos y cumpliendo la tradición, muchos se tropezaron en el cementerio, compartiendo recuerdos y comentarios sobre éste o aquél. Bastaba con echar un rápido vistazo a las floreadas tumbas para darse cuenta de que algunos de los apellidos y fechas aparecen en la triste y larga lista de fusilados de Nafarroa. Leyéndola, uno se entera 70 años después de que, efectivamente, hubo fusilados, hasta catorce. Ni siquiera quien en su juventud vivió en ese pequeño pueblo de Izarbeibar conocía esa parte de la historia. Intuía que podía haber, pero de pequeña jamás se le hubiera ocurrido hacer esa pregunta. Ahora aquella segunda generación descubre junto a la tercera historias y destinos totalmente silenciados y desconocidos.
Volviendo al cementerio, alguien indaga sobre un nombre en concreto y de qué murió. «Ah, pues no sé. Pero tengo entendido que era el rojo del pueblo», responde un tercero que por edad no vivió aquella etapa pero a quien de niño, de joven y también de adulto sólo le llegó ese dato, obviando cuál fue el verdadero destino de ese «rojo», cuyos descendientes probablemente sigan viviendo en el mismo pueblo.
Ese grueso manto de silencio ha hecho que sepamos más y tengamos infinidad de información sobre fosas, desaparecidos y represaliados de otros países, como Argentina o Chile y en extensión Latinoamérica, que de los de aquí. Un manto que aún hoy está costando rasgar.
(Gara. 5 / 11 / 08)