Armados con fusiles y una lista de rojos elaborada por los vecinos del pueblo, un grupo de falangistas aparca el 20 de agosto de 1936 su furgoneta en la plaza de Pajares de Adaja (Ávila). Encuentran a siete de los nueve señalados, entre ellos una mujer, y los matan en una cuneta de un pueblo cercano, Aldeaseca. Antes de irse, obligan a un vecino de la localidad a recoger los cuerpos con su carro y a enterrarlos en un pozo. 23 años después, otro grupo de hombres, éstos armados con palas y cumpliendo órdenes de la misma autoridad que había decidido darles muerte, desentierra los cadáveres y los traslada al Valle de los Caídos, el monumento que Franco ideó en 1940 para inmortalizar su victoria y honrar a los muertos de su bando.
"Gente del pueblo nos había dicho que una noche se los habían llevado a todos al Valle de los Caídos, pero cuando exhumamos la fosa, el 11 de octubre de 2003, ya no nos quedó ninguna duda", explica Fausto Canales, de 74 años, hijo de Valerico, uno de los siete fusilados de Aldeaseca. "Con las prisas, los desenterradores se habían dejado un cráneo, huesos de falanges, varias vértebras, piezas dentales y el dedal de la mujer asesinada aquella madrugada de 1936 con seis hombres".
En los festejos del primer aniversario de la victoria, en 1940, cuando Franco explica a sus hombres de confianza y a embajadores de la Alemania nazi y la Italia fascista su gran proyecto, no tenía ninguna intención de incluir en el Valle de los Caídos a los muertos del bando enemigo. Pero tampoco pensaba que fuera a tardar 20 años en construirlo. Muchas viudas de soldados franquistas no autorizaron el traslado de los cuerpos de sus maridos al mausoleo. El régimen necesitaba cuerpos para alimentar aquella enorme cripta y el Ministerio de la Gobernación los pidió por carta a ayuntamientos de toda España, rogando, además, que respondieran "con la mayor brevedad posible". Muchos municipios contestaron que no tenían muertos franquistas, pero sí "fosas del ejército rojo".
"A los ayuntamientos les venía muy bien, porque las fosas de republicanos les quitaban espacio e impedían muchas veces ampliar el cementerio municipal. Además, el panorama internacional había cambiado y el régimen ya no podía permitirse seguir marcando la brecha entre vencedores y vencidos. La cripta era muy grande y al final Franco cambió de criterio para incluir en su monumento cuerpos de republicanos", explica la historiadora Queralt Solé, autora de "Los muertos clandestinos" (Editorial Afers).
Al acudir al Valle de los Caídos, Fausto Canales comprobó en el libro de registro que, en efecto, los cuerpos de los siete fusilados de Aldeaseca habían sido trasladados allí un mes antes de la inauguración del monumento. Un monje benedictino le señaló el lugar exacto: "Columbario 198 de la cripta derecha de la capilla del sepulcro. Piso primero". Fue su única y penúltima visita al Valle de los Caídos. "Sólo volveré a ese lugar para llevarme a mi padre y a sus seis compañeros otra vez a casa".
Aquel día terminó la búsqueda y comenzó la lucha. Cuando empezó a buscarle, Fausto sólo tenía de su padre, asesinado cuando él tenía dos años, una fotografía del servicio militar. Ahora acumula decenas de documentos oficiales que puede recitar de memoria, y que siguen su rastro. Lo tiene todo listo para enviárselo al juez Garzón, quien tiene pendiente la admisión a trámite de un centenar de denuncias por desaparecidos de la Guerra Civil. Entre ellas, las de los siete fusilados de Aldeaseca.
La viuda de Joan Colom, un soldado republicano que murió de tifus en Lleida tras caer preso, falleció pensando que su marido estaba enterrado en una fosa común en el cementerio de la ciudad. "Cuando mi madre fue a reclamar su cuerpo a la cárcel le dijeron que había muchos en aquella fosa, que a lo mejor estaba debajo de todos y que era imposible llevárselo. Si hubiera sabido esto, habría sufrido tanto...", explica Laura Colom, de 77 años, entre lágrimas. "Hemos ido a llevarle flores muchas veces, ¡cuando ya no estaba ya allí!". Su padre fue registrado con el número 26.569 el 21 de julio de 1965 en el Valle de los Caídos.
La familia lo descubrió gracias a la investigación de la historiadora Queralt Solé hace unos meses. Y no se resignan a dejarle "en ese lugar siniestro", asegura su nieto, Joan Pinyol. "A mi abuela se le hubiera revuelto el estómago al saber que su marido está enterrado al lado de su verdugo. Si el dictador pudo profanar tumbas y robar cadáveres, ¿por qué no vamos a poder nosotros, en plena democracia, recuperar su cuerpo y enterrarlo con sus seres queridos? Es un insulto que el cadáver de mi abuelo, que murió defendiendo la República, contribuya a engrandecer ese monumento".
El grupo parlamentario de ERC, IU e ICV va a presentar una proposición no de ley instando al Gobierno a que elabore, en un plazo de seis meses, un censo de los enterrados en el Valle de los Caídos y permita a quienes "se han visto obligados a formar parte de la mayor apología del franquismo" rescatar a los suyos. La mayoría de los republicanos enterrados en el Valle de los Caídos, recogidos de fosas comunes, están sin identificar. Nadie sabe el número exacto de cuerpos que yacen allí, pero los historiadores calculan que puede haber 50.000 y que un 40% son republicanos.
Haber luchando en el otro bando tampoco fue una garantía. El régimen no solicitó autorización a la viuda de Pedro Gil, un agricultor de Calonge (Soria) que había luchado con los nacionales, para llevárselo al mausoleo. "Ella cree que sigue en una fosa con otros cuerpos, como le habían dicho. A mí se me cayó el alma en trocitos cuando me enteré de que se lo habían llevado sin permiso", explica su hijo, Silvino Gil, de 72 años. Tenía 14 meses cuando mataron a su padre. "¡A nadie le gusta que le toquen sus muertos! Queremos traerle a casa. Esto no es una cuestión política, es un derecho familiar", añade su nieta Rosa.
(El Pais. 6 / 07 / 08)