Resulta difícil escribir una líneas sobre alguien como Kandido Saseta sin caer en la ramplona adulación. Y es que, releyendo todo lo que se ha escrito sobre él, su figura y sus acciones, no se encuentran sino alabanzas y lisonjas sin fin. Ni un mal comentario, ni siquiera una descalificación. Y no sólo de entre aquellos que le hicieron suyo, como los nacionalistas; libertarios, comunistas, republicanos y progresistas de toda índole le tenían en igual estima, siendo para el conjunto de los combatientes antifascistas un símbolo y una seguridad. Un símbolo en la claridad de sus ideas y compromiso y una seguridad de que bajo sus órdenes no existirían vacilaciones ni desigualdades: se peleaba contra la opresión y por la libertad, sin matices ni oportunismos; sin sombra de duda.
Precisamente lo que magnifica esta visión global de su persona es que se trata de una opinión generalizada. Se pueden leer comentarios similares en el libertario «CNT del Norte», el sabiniano «Euzkadi», el comunista «Euzkadi Roja», el ekintzale «Acción Vasca» o el «Patria Libre» de los independentistas del Jagi-jagi y el mendigoxale. Esa unanimidad, dispar ideológicamente, es constatación de la grandeza del hombre y el valor del líder. La demostración más palpable de que fue algo más que un jefe de guerra.
Porque, en aquella coyuntura, todo militar profesional era mirado con recelo, reo de sospecha, sin saber nunca positivamente si peleaba en el bando republicano por devoción o por casualidad. La «lealtad geográfica» era un estigma muy real entre los leales a la legalidad vigente y generaba innumerables incertidumbres. Excepto Saseta. Quizá la figura más simbólica de que un profesional de la milicia estaba comprometido con el pueblo resistente, con aquellos que enarbolaban la bandera de los derechos populares frente a la opresión fascista. Allí, en primera línea para comandarlos, se encontraba Saseta.
La larga lista de epítetos que lo definen parece no acabar: valiente hasta la temeridad, capaz, perfecto estratega, honesto, solidario sin excepciones, siempre en cabeza dando ejemplo... cualidades que provocaban una fidelidad cercana a la reverencia por parte los hombres que, a su lado, eran capaces de asumir las órdenes más pueriles llegadas desde el lejano poder político y aceptar los más heroicos y extremos riesgos.
Kandido Saseta era el líder indiscutible de los gudaris arrastrados a la contienda de 1936. Un nuevo Zumalakarregi que, como el anterior, sucumbió demasiado pronto ante una bala enemiga para poder haber desarrollado toda su capacidad en busca de una incierta victoria final. Cayó como había sobrevivido los últimos meses, flanqueado por sus hombres, junto a los que buscaba la forma de salvar de la ratonera en la que los había metido su propia precariedad de medios y la superioridad manifestada por los milicos alzados.
Pocos minutos antes de morir le comentó a su ayudante «en menudo fregado nos hemos metido por ayudar a los asturianos». Quedó su vida sesgada para siempre en el «Pradón de los vascos» rodeado de casi un centenar de gudaris, la mayoría de ellos de su batallón de choque predilecto, la segunda compañía del Eusko Indarra de Acción Nacionalista Vasca (ANV), cuerpos que aún permanecen en tierra extraña y alguien debería implicarse para que se repatriaran.
Cuenta la historia, y el mismo lehendakari lo repetía en 1956, en el marco del Congreso Mundial Vasco que se celebraba en París, que Saseta se presentó ante él ofreciéndose para ir a Asturias y que le dijo: «A sus órdenes, para donde usted me envíe. Y allí fue, y allí cayó».
La anécdota no es del todo exacta, y el propio Manuel de Irujo lo reconoció años más tarde. El traslado de batallones vascos para apoyar a los republicanos asturianos fue algo forzado. Los «voluntarios» se nombraron a dedo entre aquellos más comprometidos con la causa vasca. Ni Saseta ni ninguno de los batallones expedicionarios (el Eusko Indarra de ANV fue muy crítico tanto con la empresa como con su ejecución, según se refleja en cartas y comentarios de sus oficiales y soldados) estaban seguros de aquello sirviera para mejorar la situación en el frente vasco, ni siquiera la causa republicana.
Pero hasta allí se trasladaron por disciplina, producto de una absoluta lealtad a los ideales de construcción nacional que el lehendakari había diseñado en parte, pero un paso más lejos incluso que la promovida por la propia labor real y efectiva de la primera autoridad del Gobierno autónomo. Pues resulta que, en la actual controversia de lo que en 1936 se pudo o debió hacer, desde la resistencia estatutista hasta su transformación en un proceso de liberación nacional como querían los mendigoxales y parte de la militancia ekintzale junto a algunos jelkides, Saseta manifestó en repetidas ocasiones, y de ello han quedado reseñas escritas, su apuesta soberanista: «Desde el primer día el Gobierno vasco me llamó para una cosa independentista, no autonómica».
Pero si algo tenía claro Saseta como militar era el respeto y la obediencia en la escala de mando. Y a ello se atuvo siempre, a pesar de estar mucho más avanzado ideológicamente que el lehendakari; el comandante no tuvo ninguna tentación de emular a Franco, Mola y sus secuaces. Entre otras muchas virtudes, sus valores democráticos se lo impedían, pero su pensamiento libertador quedó claro y firme en su legado: «A nosotros nos corresponde ahora demostrar a los rebeldes nuestra determinación a ser libres. Si salimos derrotados, la próxima generación levantará en alto la ikurriña y continuará la batalla por la libertad que nosotros iniciamos. (...) Desde que me hice cargo de organizar el Eusko Gudarostea he insistido siempre a nuestros líderes que sin perder más tiempo fundemos la República Vasca».
Como ya escribí hace tiempo, Kandido Saseta soñó con una Euskal Herria libre. Con ese sueño murió y con él, imperecedero, nos acompañará desde un lugar de honor en su Hondarribia natal, hasta que entre todos seamos capaces de darle forma y, con ello, rendirle el mejor homenaje.
(Gara. 26 / 04 / 08)